Federico Reyes Heroles
Tipología
Conversación
Temas
El laberinto de la soledad
A
decir de Gracián la distancia entre un hombre y otro puede ser tan abismal como
entre un hombre y una bestia. No es la substancia la que los separa, dice el
seguidor de Loyola, sino la circunstancia. Más grave aún, tampoco es la
vitalidad lo que los desune, vitalidad que está en uno y otro, sino el
ejercicio de ella. Todos la llevamos dentro pero, aún así, surge la diferencia. Hay
entonces, siguiendo al pensador, seres que ejercen esa energía potencial y hay
otros que, llevándola dentro, la conservan adormilada. Al final amanecen
prisioneros de su propia quietud. La vitalidad es, antes que nada, una calidad,
la de tener vida. Es la medida de la eficiencia de nuestras facultades vitales.
Hubo, hace un par de siglos, toda una corriente que estudiaba las dolencias del
cuerpo y del alma, no sólo a partir de las fuerzas de la materia sino de
aquellas propias de la vida. No es la substancia, sentencia Gracián, es decir
lo que está por debajo y condiciona, lo que permanece v determina, la esencia
dirían otros. En ella no encuentra don Baltasar la explicación de las
diferencias. Es en el cómo y por qué ejercemos
la vida donde viene la separación entre unos y otros.
Machado
es la piedra de toque. En el tejido de Octavio Paz nada es casual. Es casi una
obstinación de la fe racional-racionalista, dice el poeta español, que al final
de cuentas todo sea uno y lo mismo. Pero lo otro, el otro, la otredad subsiste,
y persiste. Es el duro hueso en que la razón deja los dientes. Hacer de lo
diverso uno y lo mismo para facilitar al entendimiento su marcha triunfal es la
trampa. Al final la razón unificadora terminará caminando entre entelequias
producto de la imaginación y no de lo que la terca realidad impone. Isaiah Berlín
y Popper, cada quien por su propio camino, llegaron a una conclusión semejante
y lanzaron sendas advertencias: en el pensamiento de Occidente corre un veneno,
la idea primaria de que las partes cuadren en un todo armónico, la tentación
permanente de buscar el pensamiento único que es producto de la fe y, por ende,
más cercano a la religión que a la razón. Popper señala a Platón en el origen.
Berlín sienta en el banquillo de los acusados a la utopía misma. Pero en algo
coinciden sin discutir, la idea unificadora, el pensamiento único son fuente de
intolerancia, de antidemocracia, de autoritarismo.
Quien
no puede aceptar a la otredad, al otro, es incapaz de saber de lo heterogéneo, de lo diverso. Al creer
que está en todas parles, sin resistencia, olvida su particularidad, ese
universo propio que se define justamente a partir de los otros. Pero en la
aventura de ir a lo otro hay múltiples riesgos. No es un paseo entre praderas.
El trayecto es muy peligroso, hay abismos repentinos, acantilados que
sobrecogen, aguas pantanosas, arenas movedizas, de todo. ¿Cuál fue la ruta de
Octavio Paz? ¿Cómo es posible que, a medio siglo de su exploración, su bitácora
siga siendo imprescindible? Vale preguntarse, ¿cómo conoció o generó conocimiento Paz? ¿Puede
un poeta tener método cognoscitivo? La expresión es
poco popular pero precisa, ¿cuál
es su epistemología? El reto es muy sencillo: la inserción de lo otro, del
otro, en la visión de Paz, por ahí comencemos.
Antecedentes
hay varios, algunos de ellos inolvidables, inevitables y complejos. En Hegel había una dualidad básica
inquebrantable. Lo universal y lo particular. Conozco a los otros en tanto que
parte de mí está en ellos, pero hay un reducto que es mío y sólo mío. Lo universal, en el mayor
simplismo de los malos lectores de Hegel es estático y por ende definible.
Cayeron así muchos en la trampa mortal de la expresión, naturaleza humana. Lo
universal es la naturaleza humana, lo particular, lo propio, lo exclusivo.
Pero, ¿quién
es el guapo que se atreve a definir esa universalidad de una vez y para
siempre? Allí no terminan los peligros de los varios que se perdieron en la
ruta hegeliana. Aquellos vanidosos que pretendieron definir eso que es
universal resbalaron irremediablemente en el esencialismo. El ser humano es,
por naturaleza, y entonces lanzan ahí alguna invención. Una de las críticas
vanas a El laberinto de la soledad ha sido la de tildar la mecánica
mental de Paz como esencialista: el mexicano es… ensimismado o taciturno o
alegre o lo que sea. Sugiero una lectura más cuidadosa.
Paz
no intenta definiciones inmutables, permanentes, definitivas de la esencia del ser
nacional. Con ellas hubiera hundido al texto al colgarle un pesado lastre. Paz
camina por otros senderos, describe comportamientos, actitudes, formas de ser,
de expresar y ejercer la vida. Rastrea entonces imágenes fugaces de la
vitalidad de la que hablaba Gracián. No es un catálogo aristotélico
de atributos que definan al ser y atrapen su esencia, sino un desfile de
expresiones de la energía humana, de cómo es o fue determinado ser. Así se
acerca Paz a la vida y al otro. “Despertar
a la historia significa adquirir conciencia de nuestra singularidad”, nos lanza
Paz como advertencia. Si de esencias se tratara ésas serían
válidas sin consideración de latitud o tiempo, estaríamos así ante un geógrafo o quizá, más preciso aún, ante un topógrafo
de lo humano. No habría despertar sino descubrimiento. Estaríamos observando a
un químico o a un físico
de los viejos y no a un pensador.
Paz
elude este escollo del esencialismo, tan popular en la primera mitad de siglo.
Sabe que cada amalgama histórica entre universal y particular es única e
indivisible. No hay reglas escritas y permanentes. Hay seres en la historia.
Cada caso es sólo ejemplo para sí mismo. Pero aquí hay otro peligro que un
poeta de su talla conoce muy bien. Si cada caso sólo es válido para sí mismo, no habrá entonces
argamasa que pueda unirlos. La casuística es la antesala del relativismo.
Los mexicanos —dice Paz— no hemos creado una forma que nos exprese […] la mexicanidad no se puede identificar con ninguna forma o tendencia histórica concreta: es una oscilación entre varios proyectos universales, sucesivamente trasplantados o impuestos y todos hoy inservibles.
Pero un poeta se sabe en tanto que ha tocado las fibras íntimas de muchos otros, no son líneas universales, pero también están ahí, en él y en los otros. Si bien lo universal es ley, es innegable que ciertos tejidos de los otros nos parecen nuestros. A esas reacciones de entraña nos remiten:
... el manantial, para saberse hombre, el agua que habla a solas en la noche y nos llama con nuestro nombre, el manantial de las palabras para decir yo, tú, él, nosotros [...] para decir los pronombres hermosos y reconocemos y ser fieles a nuestros nombres…
En esas líneas de Paz de 1955 encontramos dos pistas que nos permiten rastrear algunos de los trazos del mapa de su razonamiento. Paz escapa del esencialismo banal porque no pretende atrapar lo inmutable dentro del objeto, para el caso, lo mexicano. Su propuesta cognoscitiva es otra. Paz es muy claro, apunta hacia el otro extremo, no hacia el objeto, hacia el sujeto, hacia la conciencia. Hay diferentes grados de conciencia o inconciencia y es ella la que nos lleva a actuar de una forma o de otra. Pero si algo estimulante, incontenible, si algo siempre está en su versión inédita es la conciencia. Por eso Novalis aparece en las primeras líneas de El laberinto de la soledad: “Cuando soñamos que soñamos estamos próximos a despertar”, palabra, esta última, clave en la lectura del brillante ensayo. Pero, ¿a qué despertar se refiere Paz? ¿Acaso a aquel que viene cuando nos salimos del sueño, Ausschlafen dirían en alemán, es un suceso que ocurrió como algo natural que llega, que nos permite ir de un estadio de semiconciencia a otro de mayor lucidez? Creo percibir que Paz se refiere a una forma de conciencia que asciende con el tiempo, en el tiempo y por la conciencia misma. Se transforma con el tiempo y por eso el poeta recurre a la imagen del adolescente en varias ocasiones: el adolescente que se ignora y actúa con torpeza de niño; el adolescente que no puede olvidarse de serlo y se sumerge en su pequeña tragedia que sólo por ese acto se transforma en una: y, finalmente, el adolescente consciente de su temporalidad existencial.
Pero
la conciencia se transforma en el tiempo porque no es lo mismo despertar
a la historia, para usar su propia expresión, en el siglo XIX o en el XX. La
conciencia, asidero permanente de todo el texto, no es atemporal o intemporal.
Tiene fecha de nacimiento, ésa
es su inscripción en la Historia. Y finalmente, de nuevo con cierto influjo del
romanticismo europeo y en el fondo de Vico, la conciencia es el gran estímulo
para el avance de la propia conciencia.
“La singularidad de ser —afirma Paz de entrada— se
transforma en problema y pregunta, en conciencia interrogante.” Ése es, creo
yo, uno de los ejes del razonamiento epistemológico de Octavio Paz, una
conciencia que en el tiempo asciende sobre sí misma en calidad y, a su
vez, es capaz de remover los obstáculos para poder así avanzar más en los
territorios externos que terminan por ser propios. Es un flujo incontenible,
hermoso, porque siempre encuentra el recoveco para seguir adelante, porque no
se detiene, porque “se
curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre”. ¿O no?
Un río lo llama él, un río
de la conciencia. Es un lugar común, pero no por ello menos cierto, afirmar que
la obra poética
de Octavio Paz está inundada, si se me permite blasfemar, de imágenes, metáforas, términos
acuáticos, de flujos: manantiales, veneros, ríos que igual descubren el amor o
nos pasean por las indómitas cuencas de la mujer. Pero el poeta no puede dejar
de serlo por conveniencia gráfica: hoy es ensayo, mañana poesía. Son los mismos ojos los
que nos guían por El laberinto de la soledad. Ese flujo es permanente,
una constante en su mirada y, por ende, en la conformación de la conciencia.
Pero
ese río de saber y saberse se topa frente a una realidad muy concreta,
socioeconómica, para usar un término frío como una lápida. El México que vio nacer El
laberinto de la soledad fue un México
básicamente de analfabetas, con poca instrucción, con poca información,
incomunicado, y por eso Paz nos advierte que sólo arrojará su mirada sobre
aquellos que: “tienen
conciencia de su ser en tanto que mexicanos”. El universo de estudio está perfectamente
definido: tener conciencia del ser —propio— en tanto
que mexicanos. Y allí, el Dasein, él
está allí, no basta pues es la conciencia del estar allí lo que lleva a la
existencia cabal, diría Heidegger. En ese México conviven varios “niveles
históricos”,
los llama Paz. “Hay
quienes viven —afirma—
antes de la historia: otros, como los otomíes, desplazados por sucesivas
invasiones, al margen de ella.” Antes o al margen, fuera de la historia, todo
es posible. Despertar a ella, a la historia, nos ha dicho, es cobrar conciencia
de la singularidad y a ello sólo accedemos cuando estamos conscientes de los
otros.
Paz
no deja margen de duda en su forma de leer la historia. Cuatro décadas después lo hará de nuevo explícito
al abordar la complejidad de la India. Simultaneidad es quizás otra clave de su
lectura, de su forma de conocer, de su epistemología. “Bajo
un mismo cielo —nos
dice—,
con héroes,
costumbres, calendarios y nociones morales diferentes, ‘católicos de Pedro el Ermitaño y
jacobinos de la Era Terciaria’”, deambulan por un mismo territorio donde se
pretende erigir una nación. Cualquier vigencia de lo afirmado por Paz con lo
que vemos en el 2000, no es mera casualidad. Las diferencias entre unos y otros
no son de esencia sino de conciencia, algo bastante más tangible sin duda. Unos
junto a los otros, no por encima ni por debajo, al lado pero viviendo mundos
diferentes a partir del grado de inserción en la historia. “Las épocas viejas —nos lanza Paz—, nunca desaparecen
completamente y todas las heridas, aun las más antiguas manan sangre todavía.” Esos son los impulsos
vitales que Paz persigue, impulsos que son ejercicios de la vitalidad. Por eso
la conciencia tiene que remover los obstáculos para así avanzar su marcha nunca
finita.
Lo
primero es el ensimismamiento que se transforma en aislamiento, negación del
otro, puerta de salida de la historia. “Sí, nos encerramos en nosotros mismos,
hacemos más profunda y exacerbada la conciencia de todo lo que nos separa, nos
aísla o nos distingue.”
Caemos así en la soledad, la nuestra e
inconfundible, que no es ilusión, nos advierte Paz, “... sino la expresión de un hecho real:
somos (por esa soledad) de verdad distintos”. Esa soledad que conlleva la
negación de lo otro y los otros se acerca al sentimiento religioso. “Es
una orfandad —dice Paz—, una oscura conciencia de que hemos sido arrancados del
Todo (con mayúscula) y una ardiente búsqueda: una fuga y un regreso, tentativa
por restablecer los lazos que nos unían a la creación.”
Paz
ha encontrado su propio enfoque. No hace historia, pero repasa orígenes. No
hace sociología, pero igual indaga en las relaciones sociales y compara
comportamientos. La filosofía brinca por todas partes, pero no es un tractatus.
Conciencia e inconciencia son guías en la ruta, pero nadie calificaría esas líneas
de psicología social. Paz ensaya y en la libertad de ese ámbito de expresión
todo le es permitido, nos puede comparar con los estadunidenses, “ellos
crédulos,
nosotros creyentes”; ellos se emborrachan para olvidarse, los mexicanos para
confesarse. Fuera máscaras, grita, desde los revolucionarios de pacotilla,
hasta los verdaderos que, a decir de Ortega y Casset, no quieren cambiar los
abusos sino los usos mismos. Ortega aparece varias veces, en especial para
criticar a toda revolución pues, en el fondo, se trata de “una tentativa por someter la realidad a
un proyecto nacional”.
Estamos hablando de líneas publicadas en 1950, cuando el nacionalismo galopaba sin brida y la Revolución todo lo justificaba. “Toda revolución —dice Paz— tiende a establecer una edad mítica.” Paz apunta ya así con toda precisión a las fisuras que se convertirían en grietas del discurso posrevolucionario. Vamos o venimos es la pregunta. “El eterno retorno —remata Octavio Paz— es uno de los supuestos implícitos de casi toda teoría revolucionaria.” Si un proyecto es elaboración del futuro, ¿puede haber un proyecto de retorno al pasado, a los orígenes? Y, ¿cuáles son los orígenes? ¿Acaso el liberalismo decimonónico o el pasado indígena como “la porción más antigua, estable y duradera de nuestra nación”?
Se
trata dijimos, de encontrar expresiones humanas que nos delaten, nos desnuden y
nos expliquen cómo y por qué ejercemos
nuestra vida. Pero cuidado por que también
por esta vía podríamos fracasar. El
laberinto de la soledad, es algo más que una sucesión
de retratos, una galería inconexa que no captura una época, un estado de ánimo. La
multiplicidad de presencias no nos acerca a la radiografía de la existencia. La
lección la pagó muy cara el existencialismo francés. En El laberinto de la
soledad, las interconexiones entre presencias: el pachuco, la mujer, el
catolicismo, el macho, el “chingón”, el malinchismo, el Don
Juan, el lambiscón, el rajado o rajón (varón o mujer), todo ese desfile
persigue un objetivo último: indagar o incursionar en cómo nos hemos atrevido a
ser y qué nos
ha impedido ejercer nuestro derecho a la vitalidad.
En
una de las sentencias más severas del texto Paz deja caer su aguda inteligencia
y su sensibilidad. “A
veces —dice el poeta— las
formas nos ahogan.” Hemos dado preeminencia a lo cerrado frente a lo abierto,
allí nos recogemos, nos cobijamos, nos protegemos del exterior, siempre
amenazante. Varios son nuestros escudos: la impasibilidad, el recelo, la
desconfianza, la ironía y, sobre todo, el amor a la forma. “Esta
—dice Paz— contiene
y encierra a la intimidad, impide sus excesos, reprime sus explosiones, la
separa, la aísla, la preserva.”
Las formas en todo, en la poesía, el soneto y la décima como ejemplos excelsos;
la forma en lo jurídico; las formas en el amor, formas que devienen en fórmulas,
en política, en arquitectura y que quizá nos impidieron caer en esa necesaria
implosión liberadora del romanticismo. ¿Dónde quedó el romanticismo mexicano?
En eso Paz es implacable. En lugar de liberarnos, de construir un mundo ecuménico, civil, una lengua franca
que a todos acoge y protege, las formas sirvieron para ocultarnos, nos
encierran. La expresión sociedad cerrada y abierta, tan de moda hoy por la
aportación de Karl Popper, aparece en varias ocasiones en el texto y con un
significado muy similar. Abrirnos a nosotros y a los otros, al mundo, pareciera
la consigna lanzada hace medio siglo.
Han
transcurrido cincuenta años y el tiempo no perdona a nadie. Por supuesto que en
El laberinto de la soledad, hay afirmaciones que hoy resultan absurdas e
impertinentes, como por ejemplo cuando Octavio Paz asevera: “Las
preguntas que todos nos hacemos ahora probablemente resulten incomprensibles
dentro de cincuenta años". Es claro que en esto don Octavio se equivocó,
hay que admitirlo.
Pero
si por algo esta lectura sigue siendo, no digo imprescindible pues lleva algo
de imposición social, tampoco me encanta la idea de insustituible, pues así convertimos
al arte, al pensamiento, en refacción y al libro en una pieza de rompecabezas,
pero sí diría apasionante, es por el ánimo que subyace en ella. Hay nuevas
aproximaciones al problema de la identidad y algunas de ellas espléndidas. Hay también nuevas metodologías que nos
permiten mayor rigor científico aunque mucho menor despliegue de sensibilidad.
Pero quizá, insisto, lo que genera pasión, por lo menos en mi caso por esta
lectura, es haber puesto el lenguaje al servicio de la libertad, de nuestra
libertad, porque de eso, al fin y al cabo, se trata. Ejercer la vitalidad, nos
dijo Gracián, acceder al otro, reclamaría Machado, acceder así a nosotros
mismos. Encarar nuestras formas de vida, de ser para, con el arma de la
conciencia, salir a dar la batalla por nuestra libertad.