En la mirada de otros

En la mirada de Elena Poniatowska

Elena Poniatowska

Año

1953

Tipología

En la mirada de otros

 

Poniatowska y Paz, 1970. Fotografía de Héctor García

Elena Poniatowska (19 de mayo 1932) escribió Las palabras del árbol[1] tras la muerte de Octavio Paz. El texto se construye como una conversación entre amigos donde se dibuja la biografía de Paz a través de los recuerdos de la autora. De ahí se extraen los siguientes fragmentos donde se aprecian las diversas etapas que cursó su relación. 


          De la obra de La noche de Tlatelolco, Paz opinó: “no es una interpretación de esos acontecimientos. Es algo mejor que una teoría o una hipótesis: un extraordinario reportaje o, como ella dice, un collage de ‘testimonios de la historia oral’”[2]. Y sobre ella: “se dio a conocer como una de los mejores periodistas de México y un poco después como autora de intensos cuentos y originales novelas, mundos regidos por un humor y una fantasía que vuelven indecisas las fronteras entre lo cotidiano y lo insólito”.[3] (AGA)





Mil novecientos cincuenta y tres. ¿Te acuerdas, Octavio? Carlos Fuentes dio una cena para ti en su casa de Tíber, en ausencia de sus papás (siempre hacía las cosas en ausencia de sus papás) y asistimos Ramón y Ana María Xirau, Emilio Uranga, Jorge Portilla, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Enrique Creel y no sé quiénes más; no recuerdo a ninguna mujer aparte de Ana María. Yo estaba impresionadísima porque acababa de leer Libertad bajo palabra, de la colección Tezontle, del Fondo de Cultura Económica, “Cuerpo a la vista”. […]


          ¿Te imaginas lo que sucedió en mí cuando nos presentó Fuentes? Claro, el libro ya llevaba tiempo entre mis manos; en un año se había vuelto flexible, el contenido de sus páginas no me asustaba tanto, podía leer de corrido sin sentir el impulso de cerrarlo aterrada; sabía que para ti la Palabra —así, con mayúscula— es la “libertad que se inventa y me inventa cada día”. Tu certidumbre me asombraba porque a mí siempre me ha llegado demasiado tarde. Ahora te erguías, enseñando al sonreír un diente como un elotito perdido dentro de tu boca, y yo, temerosa de no estar a la altura del chopo de agua, quise quedar bien y me vi como el pobre príncipe idiota Mishkin que cavila durante horas en torno a un jarrón que no debe romper al entrar en la sala de baile y, para su mala ventura, lo rompe a las primeras de cambio. Solté con voz tipluda:

—¿Sabe usted, señor, que Juan José Arreola lo llama “el becerro de oro”?

—¿Por qué?

—Porque todos acuden a adorarlo.


          Fuentes, elástico, bronceado, sólo tenía ojos para ti y te llevó a otro lado. […] Tú, impredecible como eres, volviste para ver qué otra espantosa noticia podría salir de mi boca.


I

Te escribí desde París, siempre de usted. No me tuteaste hasta 1956. La ola de tu risa me cubrió cuando te dije que seguiría hablándote de usted. “Es que no puedo”. “Qué petite fille modèle eres, tienes que poder”. Eras accesible y tierno, todo te causaba risa, era facilísimo darte gusto, reías con los ojos. Todavía ríes con los ojos. Delgado, un trozo sobrante de tu cinturón se balanceaba siempre a la altura de tu cadera. Todo te quedaba flojo, corbata, saco y pantalones flotaban en el aire.


          Recuerdo que a tu segundo retorno de París comencé a visitarte, bajo cualquier pretexto, libreta Scribe a la mano, en la Secretaría de Relaciones Exteriores de la avenida Juárez. Retenías en una especie de cubículo los mares territoriales. […] Recuerdo a un peruano a quien llamabas Lunel. Creí que así le decías por su cara de luna, pero no, Augusto Lunel era su nombre.


—Ya llegó Lunel, podemos ir al Kiko’s. ¿No te parece?

 

III

En 1956, en la biblioteca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, un edificio gris, chaparrito y afrancesado, te encontré sentado frente a una horrible mesa de metal gris, y al mirar la página frente a ti vi que escribías con tinta verde: “Les arbres qui n´avancent que para leur bruit”.


          Traducías al poeta libanés Georges Schéhadé y me tendiste el libro:

—Toma para que te entretengas.


          Nunca me gustó que me dijeras “para que te entretengas”. Con ello me relegabas al reino de los niños: “tones para los preguntones”, “ve a que te den una ramita de tenmeacá”, pero incluso esto tenía algo de caminata y de ramazones, de baile al viento y de luz filtrada entre las hojas. […]

—Anda, vamos a caminar.


          Deambulábamos bajo los árboles del Paseo de la Reforma e irremediablemente íbamos a dar a la librería Francesa. Huguette Balzola se asomaba desde un tapanco en el cual solía empericarse:

—¿Quieren café?

Sacabas libros.

—¿Has leído La Clé des champs?

—No.

—¿Y La cavallerie rouge, de Isaac Babel?

—No.

—Te la voy a regalar para que sepas algo de tus antepasados polacos, esos que se aventaban con lanzas en contra de los tanques nazis. ¿Tienes La fille aux yeux d’or?

—No

—¿Y Le rêve dans le Pavillon Rouge?

—No.

—Pero, ¿qué lees? A ver, enséñame lo que traes ahí.

—Es mi libreta de apuntes.

—Pero, ¿qué apuntas? ¿Las respuestas?

—Sí.

—Esta Historie des treize, ¿la conoces?

—No, pero ya no me alcanza.

—Yo te voy a regalar dos libros, Elena, y los lees para la próxima vez.


          […] Cuando me interrogabas sobre los libros y te dabas cuenta de que no los había leído porque andaba entrevistando al jefe de la policía o al gerente del rastro, una ráfaga de irritación pasaba por tus ojos azules y yo me entristecía.

 

IV

Éramos muchos los que íbamos a buscarte; para todos nosotros eras una arboleda, un bosque que camina. […] Girasoleábamos en torno a la estatua de “El Caballito”, al que se subían los papeleros a ver pasar los desfiles. A ella desembocaban la librería Zaplana, la librería Francesa, Relaciones Exteriores, el suplemento cultural de Novedades, dirigido por Fernando Benítez, Vicente Rojo, Jaime García Terrés, Henrique González Casanova, Gastón García Cantú y, más tarde, por José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis; la galería de arte que regía Víctor Alba, el Kiko’s, el Ambassadeurs, el Waikikí. Dentro de ese perímetro intelectual y fervoroso dábamos vueltas una y otra vez Pepe Alvarado, quien se reponía de la cruda con una leche malteada de fresa; Jorge Portilla, en pleno mito de Sísifo; Juan García Ponce, que habría de darnos la más inteligente lección de vida; Jaime García Terrés y Celia, a punto de casarse; Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, que apenas despuntaban, pura milpita tierna. Carlos se cortaba el pelo como soldado raso y se detenía cada vez que se le atravesaba un templo protestante.


          En un lugar del Excélsior, Víctor Alba del POUM fundó una galería de arte vanguardista y publicó un libro-revista, Panoramas, en donde juntó, sin más ni más, a Jaime Torres Bodet con Alfonso León de Garay, Raúl Prieto y Rufino Tamayo, quien se quejaba (para variar), de que lo ninguneaban. Emmanuel Carballo había causado escándalo al declarar que ya era hora de torcerle el cuello al cisne Enrique González Martínez. José Vasconcelos rumiaba sus rencores y se daba golpes de pecho en la Dirección de la Biblioteca Nacional. Max Aub le dictaba al linotipista su libro número trescientos sesenta y siete. Juan Rulfo era gordo y cauteloso. Benítez se vestía en Campdesuñer y usaba paraguas sólo para subrayar su elegancia. Rosario Castellanos hacía teatro guiñol destinado a los chamulas. Salvador Elizondo perseguía a una asesina de la colonia francesa para averiguar los pormenores de su crimen. Juan Soriano se atormentaba. Leonora Carrington guisaba al arzobispo de Canterbury en mole verde. Tomás Segovia con sus libros bajo el brazo, presagiaba a otro Tomás Segovia idéntico que en 1971 pasearía del brazo de una muchacha rubia mitad durazno, mitad mango por el Paseo de la Reforma. Pita Amor era la reina de la noche y ardía en deseo de quemar la biblioteca del pulcro José Luis Martínez. Guadalupe Dueñas prensaba flores profanas en su devocionario. Machila Armida destejía sus trenzas. José Luis Cuevas andaba en moto. Ramón Xirau fumando esperaba. Estábamos en 1956. Julieta Campos traducía. Abel Quezada soñaba con el mejor de los mundos imposibles. Hero Rodríguez Toro se la vivía en la hemeroteca. Hugo Latorre Cabal, en la tintorería y faltaban dos años para que Carlos Fuentes entrara pisando fuerte con La región más transparente. Alí Chumacero tenía conversaciones interminables con Manuel Calvillo. En El Colegio de México, don Alfonso Reyes amamantaba a los cachorros de la literatura mexicana.       

 

V

En tu departamento de la avenida Nuevo León, nos sentábamos en círculo sobre la alfombra color miel Juan Martín, Juan García Ponce, Juan Soriano, Juan Soldado, Juan José Gurrola, Juan José Arreola, Juan de la Cabada, Juan Rulfo (¡cuántos Juanes!), Joaquín Díez-Canedo, Augusto Lunel, y empezábamos así el juego de Juan Pirulero: palabras que eran juegos que eran poemas. Decías una palabra: sol, luna, casa, mar, y todos teníamos que emitir la frase que habría de consagrarnos. Cuando dijiste “sexo” y le tocó su turno a Juan Martín, respondió: “Siempre con él a cuestas”. […] En otra ocasión ordenaste: “Saint-Exupéry” y respondí algo así como “Porque antes de escribir, voló”. Me lo festejaste. […]


          Max Aub invitaba a comer en su “piso” […] de la calle de Euclides; enfrente, José Luis Martínez daba cocteles; Juan Soriano, unas comilonas en su departamento de Melchor Ocampo que empezaban a las dos y terminaban a las dos de la tarde del día siguiente, los Barbachano Ponce también y Pita Amor recibía en su departamento de la calle de Duero. Comidas en casa de los Xirau, Joaquín y Aurora Díez-Canedo tomados de la mano en la Embajada de Francia, idas al cine, charadas, poesía en voz alta. Te encantaban las películas de ciencia ficción, pero mal hechas. Vimos una con elefantes de cartón y dinosaurios que ponían a temblar el escenario.


          En ese tiempo, por los ojos de azúcar quemada de Elena Garro relampagueaban los tigres listos para dar el zarpazo. […] Éramos jóvenes, no pesábamos, teníamos agua en los ojos: la única mirada que pesaba era la tuya y en cierta forma pendíamos de ella como la miseria sobre el mundo. Esos fueron los días de amigos y creíamos que jamás acabarían, que seguiríamos cantando: esos fueron los tiempos felices, los días como frutos, como soles, en que el olmo daba peras.

 

VI

Empecé a creerme la divina garza cuando me dedicaste Libertad bajo palabra coronando un dibujo de Juan Soriano, el 19 de julio de 1956.


          Y más tarde, en la primera edición de Las peras del olmo, de 1957:

Elena:

En México “lo que no es pierde es luz”.

Deslumbrante.

                                Octavio

México, en día miércoles.


          No todo era literatura. Recuerdo que una vez fuimos a ver a Los Churumbeles, un grupo de españoles que agujereaba el escenario del tablado de un cabaret en la calle de Oaxaca. Olé y olé, aplaudías por peteneras, por soledades, por seguidillas, por sevillanas, y por poco te levantas a taconear también; la que no se quedó con las ganas fue Bona, que lo hizo con la gracia de una bailaora gitana. De pronto abandonó la mesa, se lanzó al tablado y zapateó con tanta espontaneidad que nos sedujo a todos.

 

VII

Un hogar sólido fue un prodigio al que tuve el privilegio de asistir. Elena, vestida de terciopelo negro, subió al escenario a recibir un prolongado aplauso al lado de Guillermo Dávila, gran amigo de Carlos Pellicer. Juan Soriano, Juan José Gurrola y otros y Octavio no cabía en sí de orgullo. Sonreía aun más que Elena. […] Octavio Paz admiró a su mujer que no dejaba de asombrarlo, mejor dicho de inquietarlo y desazonarlo hasta despeñarlo al fondo del infierno. Ella es la que brilla, la estrella, la de los propósitos que Paz festeja y necesita. La escucha arrobado, ríe de sus ocurrencias y concuerda con ella cuando ataca a éste y a otro. Discuten y él se rinde. ¡Qué hermosa pareja! Elena lo estimula y le rinde pleitesía. […] Elena fascina no sólo a su marido sino a quienes la cortejan. Es una mujer de mundo. También Octavio es un hombre de mundo. Enamoran, ríen, se burlan de pretendientes y pretendientas, son los reyes de la noche.[4]

 

VIII

En esos años también aprendiste a manejar, sin pensar en el peligro que corría mi vidita, te acompañé a una clase. Yo iba en el asiento trasero, gritando con las manos en la cabeza, mientras tú destrozabas las banquetas, los troncos de los sabinos de Mariano Escobedo y los postes de la luz; el maestro, en estado catatónico, ya no resollaba. Quedé curada de espanto. No sé si aprendiste y todavía ignoro cómo te movilizas, pero me cuenta Fernando Solana, tu vecino, que te gusta caminar por Reforma, y en la mañana sales a comprar el periódico.

 

IX

Cuando volviste de la India, ya casado con Marie-Jo, te veías mucho más joven. Habías cambiado. Antes no te interesaba vestirte bien y un diente bailaba en tu sonrisa. Cuando te volví a ver el diente había desaparecido y usabas sacos de pana negra, de pana azul marino, de terciopelo, de tweed, zapatos de hebilla, mocasines de becerro nonato y de piel de ángel —cuando antes, alguna vez llegamos a contar hasta seis agujeros en la suela de tu zapato izquierdo— y pantalones casi grises de Pierre Cardin.

 

X

Muchos años más tarde, desde tu oficina en Plural llamaste:

—¿Por qué no haces un buen reportaje sobre el aborto?

—¡Ay, no! ¿Por qué me encargas a mí un tema tan escabroso? Quiero escribir poesía como Ulalume, como todas…

Recordaste mi vocación redentora.

—Tienes que hacerlo.

—Es que me siento como Madame Pipí, la que da el papel del excusado en el metro de París.

—¿Vas a hacerlo o no? —con el mismo tono irónico con que me has dado algún libro tuyo: “toma para que te entretengas”.


          Sufrí mucho. Salió el artículo sobre el aborto en el primer número de Plural, en 1971. Comprobé tu interés por la suerte de las mujeres, tu feminismo que se ha acrecentado a través de los años, tu solidaridad.


 

XI

Alguna tarde que fui a la calle de Lerma a llevarte el cheque (debería decir chequecito) de la Secretaría de Educación Pública, salías de dar tu conferencia de El Colegio Nacional y Marie-Jo y tú me propusieron:

—Ven con nosotros.


          Al regreso, al parar por las dos iglesias sentadas la una frente a la otra en su viaje al cielo, la Santa Veracruz y San Antonio, donde rezan las solteronas para conseguir marido, te señalé en el atrio, todas vestidas de negro, a doña Rosario Ibarra de Piedra y a las madres de los desaparecidos en la huelga de hambre. Quería obligarlos a Marie-Jo y a ti (porque soy muy impulsiva) a que bajáramos para saludar a doña Rosario y a las madres norteñas que son especialmente aguerridas. Ustedes se negaron. Tenían una cena. Con una sonrisa me dijiste que refrenara mis ímpetus socialistas.


          A propósito de cenas (entre las que ofrecían Juan Soriano y Marek Keller, Celia y Jaime García Terrés, Ruth y Leon Davidoff, las de la Embajada de Francia) recuerdo especialmente una en el Fouquet's  del Camino Real, en que el director de Surhkamp, que responde al fascinante nombre de Sigfried Undsel, nos sentó en una mesita de cuarto en un rincón discreto. La recuerdo mucho porque Undsel es encantador, pero también un mesero se presentó con una botella de Moët & Chandon:

—Para el señor Paz, de parte del senador Rafael Corrales Ayala.


          Levantamos la copa hacia la dirección señalada por el mesero, brindamos, comimos, volvimos a brindar con champaña.


          A los diez minutos el mesero volvió con otra botella, esta vez de Rémy-Martin:

—Para el señor Paz, de parte de la señora María Rodríguez.


          De nuevo levantamos nuestras copas, esta vez panzoncitas, en dirección opuesta. María Rodríguez brindó, de pie, con nosotros. Caballeroso, también te pusiste de pie, fuiste a su encuentro, diste las gracias.


          Platicábamos felices de Michi Strausfeld cuando se presentó un tercer mesero con otra botella, luego otro, luego otro, luego otros, hasta que comenté: “Esto parece película de Buñuel. Es como El ángel exterminador”. Me preocupé mucho e interrogué a Marie-Jo:

—¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo vamos a poder beber tanto? Nos vamos a morir.

Marie-Jo me explicó:

—Cada vez que salimos sucede lo mismo.


          Como los políticos mexicanos y también los iniciativos privados acostumbran enviar paquidérmicas canastas navideñas, imaginé cómo estaría tu departamento en tiempos de Navidad. Marie-Jo me contó riendo:

—Nos enviaron un pavo tan inmenso que no cabía en el refrigerador.


          Aquella noche creo que el gerente del Fouquet's ofreció enviarle las botellas a tu casa; de otro modo no habríamos podido salir del restaurante por nuestro propio pie.

 

XII

Octavio llama para decirme que por unanimidad votaron por mí en la revista Vuelta para que entrara al Consejo de Redacción. Me informa: “En tu caso no hubo una sola reticencia. También entraron Julieta Campos y Ulalume González de León.” Le pregunto por Esther Seligson y me responde que ella no. Digo: “Pero si ella dio harta lana, harto trabajo.” “Tú también.” “No, yo nomás tres mil pesos.” “Sí, pero además del dinero diste colaboraciones, etcétera.” Le digo que estoy muy contenta pero que me pone en un aprieto: tengo que llamar a Monsiváis, quien también me ha pedido ser miembro del Consejo de La cultura en México, que quiero hablar con Gabriel Zaid, el del buen consejo. Octavio responde: “Bueno, tú piénsalo.”

 

XIII

Durante toda la década de los 80 nos atrapó un incómodo silencio que se inició en una comida en la torre de Relaciones Exteriores cuando me preguntaste:

—¿Qué estás haciendo?

—Una novela sobre Tina Modotti.

—¿Por qué ella?

—No la escogí, me cayó encima. Gabriel Figueroa quería hacer una película y me pidió que escribiera el guion.


          Me explicaste que la habías conocido en la guerra de España, que era estalinista y por lo tanto nefasta.


          El guion nunca se hizo, la película se la llevó el viento y me quedé con largas entrevistas a todos lo que conocieron a Tina. Con ese material comencé a escribir una novela sobre su vida.


          Publicaste en el número 82 de Vuelta, en septiembre de 1983, “Tina Stanlinísima”: “… A riesgo de desilusionar a alguna feminista, agrego que en algo se parecen Frida y Tina: ninguna de las dos tuvo pensamiento político propio. Al seguir una causa, siguieron a sus maridos y amantes. Nos interesan no como militantes, sino como ‘personas’ complejas y pasionales. Sus figuras pertenecen más a la historia de las pasiones que a la de las ideologías”. A ese comentario tuyo se encadenó el de Philippe Chéron. Siguió una serie de opiniones adversas, en ocasiones agresivas, hacia una Tinísima que aún no nacía y habría de publicarse en agosto 1992, nueve años más tarde.


          Ya no nos vimos. Guillermo Haro te encontraba en El Colegio Nacional, pero tú y yo nos evitamos.


          Cuando fui a Berlín al festival “Horizontes 84”, en el que dijiste el discurso principal, Juan Goytisolo me preguntó:

—¿Nos vemos hoy en la noche en la cena para Octavio?

—Ni sabía yo de esa cena.


          […] Durante esos años te extrañé muchísimo. […] Leí sin poder comentar contigo Las trampas de la fe.


          […] Cuando te dieron el premio Nobel […], me alegré contigo, con nuestros amigos comunes y con toda la literatura hispanoamericana. Habías sido galardonado con todos los premios habidos y por hacer, pero el Nobel era una promesa fallida que te perseguía desde varias décadas atrás. Me sentí orgullosa de ser tu “antigua amiga”.

 

XIV

Una noche, en la Secretaría de Relaciones Exteriores y después de ver la película Yo, la peor de todas, basada en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, dirigida por María Luisa Bemberg […], Marie-Jo te dijo, señalándome:

—¡Octavio, ahí está Elenita!

Acompañada de Hugo Hiriart te vi venir. Nos abrazamos como antes.

—No te he extrañado nada —te dije.

Esperaba que me respondieras “yo menos” y tal vez lo pensaste, pero sólo reíste.

 

XV

Cuando no te escuchan con adoración, Marie- Jo interviene […]:

—Octavio cuéntale a Elenita, es muy importante.

Entonces nos relata cómo Carlos Fuentes se basó en un episodio que le contaron tú y Pepe Alvarado acerca de un maniquí a quien le pusieron “La Rígida”, para escribir Constancia y otras novelas para vírgenes.

 

XVI

Una de las últimas veces que te vi fue en un coctel en tu honor con motivo de la fundación de Vuelta, revista cultural que se sostiene de sus lectores y que fue posible gracias a los amigos y simpatizantes que reunieron un fondo para que la revista diera el arrancón definitivo.

 

XVII

Nunca te he visto quedarte callado. Cómo has hablado, caray, cuánto has hablado, qué vehemencia la tuya, el fuego te rige, Aries habrías de ser. Ni frente a las cámaras permites que hablen, siempre has de tener la última palabra. Déjame, no me interrumpas, no te enojes, al cabo ya te has enojado; déjame, al cabo a tus ochenta y dos años siempre serás una tea encendida de razones y argumentos, jamás de sofismas porque, eso sí, sabes lo que dices y con los años se acendra la lucidez con que has asombrado a propios y extraños a lo largo de ocho décadas. Déjame, has dado muchas peleas; déjame, porque te quiero y respeto; déjame, tus batallas han sido contra la demagogia, la estupidez, la mala fe; tus combates han sido contigo, conmigo, con nosotros tres; qué bueno que pelees, qué bueno que no capitules, qué bueno que en ti se desaten las polémicas como los huracanes, qué bueno que no tengas ascuas, que tus peleas, aunque hagas tantos corajes, sean casi siempre un regreso a las fuentes, entre otras cosas porque contigo nunca se pierde algo irrecuperable […]. Buenos días, Octavio, buenas tardes, Octavio. En este 31 de marzo de 1996, el día en que cumples 82 años, te abrazo tan fuerte como te quiero, “esplendor vengativo”, “árbol bien plantado”, “alto surtidor que el viento arquea”, […] sembrador que nos has entregado una carta de creencia y un lenguaje.





NOTAS

[1] Elena Poniatowska, Las palabras del árbol, Barcelona, Lumen, 1998.

[2] Octavio Paz, “A cinco años de Tlatelolco” en Obras Completas. El peregrino en su patria, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 227.

[3] Ibidem.

[4] Prólogo, El asesinato de Elena Garro, México, Porrúa, 2005, p. 24