En la mirada de otros

En la mirada de Orlando González Esteva

Orlando González Esteva

Año

1986

Tipología

En la mirada de otros

 

Paz y Orlando González Esteva, ca. 1986

El poeta cubano Orlando González Esteva (1952) emigró a los Estados Unidos desde que tenía 13 años. Crítico de la dictadura castrista, entabló amistad con Paz en 1986, aunque ya colaboraba en Vuelta dos años antes. Pese a la brevedad de su relación, ésta fortaleció la carrera del cubano.


          Para Paz, los poemas de González Esteva “son más frescos y más insolentes que los de sus predecesores: están hechos con aire pero también con una materia explosiva que hace estallar en pleno vuelo a todas las metáforas (…) un poliedro verbal cuyas superficies perfectamente pulidas y espejeantes lanzan alternativamente las letras de dos palabras: sentido/sin sentido. Uno es la máscara del otro... (…) pruebas de que el idioma español todavía sabe bailar y volar"


          En diversos textos y entrevistas, González Esteva recordó al poeta, lo que se reproduce.[1] (AGA)

 



I

Octavio Paz […] marcó un antes y un después en mi vocación, que es decir en mi vida; que su generosidad no cesa de manifestárseme en las formas más insospechadas: casi todos mis amigos a ambos lados del Atlántico son regalo suyo; que sin esa generosidad es posible que yo no hubiera escrito tanto como, para bien o para mal, he continuado escribiendo, o que hubiera, incluso, abandonado la escritura. Que Octavio Paz se fijara en los versos de un hombre joven, desconocido, exiliado en Miami (ciudad demonizada, si las hay), que no escribía como pudieran haber escrito sus discípulos, de un hombre que publicaba sus textos en ediciones de autor, y que, además de invitar a ese hombre a colaborar en Vuelta, publicar algunos de sus libros, es un hecho para mí tan enigmático como la colocación de la flauta que inopinadamente tocó el burro.


          Más que en la forma de escribir, Octavio Paz influyó en una vocación no menos urgente: la vocación de reflexionar sobre lo escrito. La lectura de El arco y la lira me había deslumbrado y convencido de que viviseccionar el hecho poético podía ser un acto creador, y hasta otra manera de escribir poesía.


          Nadie comido de incertidumbre puede ser categórico, de ahí que no haya mérito alguno en mi reserva a serlo, pero hay hechos ante los cuales no ser categórico es una señal de apocamiento. O algo más grave aun: una pose rentable por las simpatías que despierta entre el corro de escépticos en que nos hemos convertido. Octavio Paz cambió mi vida, no encuentro forma más llana ni justa de decirlo. Porque rara es la vida que no gire en torno a una vocación, que no sea menos vida cuando esa vocación, lejos de realizarse, se frustra. Un hombre con una vocación deshecha es un náufrago que ha desistido de subir a los árboles a escrutar el horizonte y se pudre vivo en una isla desierta. Y yo no sé qué hubiera sido de la mía si Octavio Paz no hubiera irrumpido en ella alentándola a explayarse, rescatándola del limbo donde podía haber vegetado o sucumbido. El mapa de la poesía contemporánea es un archipiélago de islas habitadas por un solo hombre que vive tumbado en la arena, en posición fetal, víctima de un mal crónico: el descorazonamiento.


          Los factores de riesgo de mi vocación eran múltiples, y Octavio Paz debe de haberlos intuido. El primero: mi carácter de exiliado. El resplandor de la revolución cubana aún cegaba cuando comencé a escribir, y todo desafecto a ella era un tunante al que había que cerrarle las puertas, sobre todo si residía en Estados Unidos, aunque hubiera abandonado la isla siendo niño. Nada querían saber de él sus posibles colegas hispanoamericanos y españoles, y mucho menos, las editoriales y la crítica; era el leproso de turno. El segundo factor de riesgo era mi determinación de escribir en español en un país angloparlante, de escribir de espaldas a ese país, con la mirada fija en el otro, como si nunca me hubiera ido de él, como si escribiendo, ese país distante me rodeara. El tercer factor residía en mi afición a las formas clásicas del verso, tan menospreciadas por la mayoría de mis compañeros de generación. Más que un exiliado era tres: uno de mi país, otro de mi idioma y otro de mi época.


          Hago inventario de esos factores de riesgo y me excedo en materia autobiográfica porque sólo así podrá el lector comprender mi deuda con Paz y un hecho que, aun afectándome, me rebasa: la soledad de los escritores cubanos exiliados en Estados Unidos que durante los años sesenta y setenta del siglo pasado fueron sometidos al más feroz ninguneo y aun así continuaron escribiendo, llenando sus gavetas con obras de creación e investigación que permanecen inéditas o publicando esas obras en ediciones de autor que apenas alcanzaban a distribuir, porque sus medios económicos eran escasos y más allá del apretado círculo de amistades era infrecuente que alguien les dedicara un comentario o agradeciera su envío.


II

Nada más parecido al escritor que conocí en 1986 que su prosa. O al revés: nada más parecido a su prosa que el escritor que conocí en 1986, y con quien, en años posteriores, sin perder pie ni pisada a sus comentarios, iba a atravesar la Zona Rosa de su ciudad mientras Pita Amor se materializaba y desvanecía en una esquina o nos pasaba por al lado como una exhalación, y Juan Soriano, rápido como un reflejo, nos esperaba para almorzar a la sombra de una pérgola; el escritor con quien caminaría por Cayo Hueso, el punto más al sur de Estados Unidos, en compañía de nuestras respectivas mujeres, una noche rumbo al mar. Los años no pesaban; la erudición, menos: se había integrado de una manera tan natural al hombre, y la vitalidad de éste era tal, que no había prepotencia que temer. En 1986, septuagenario, Paz iba y venía con la ligereza de un joven.

III

Una reseña indulgente y una invitación inesperada de Octavio Paz a ser colaborador de la revista Vuelta y, posteriormente, autor de la editorial del mismo nombre bastaron para que mi vida diera un vuelco, el exiliado fuera menos exiliado y la certeza de que la poesía era mi única patria accesible se acrecentara. Paz expandió mi círculo de afectos, propició la publicación de mis libros en México y España —algo impensable hasta entonces— y me incitó a serme fiel a mí mismo, aunque ello significara nadar contracorriente.

 

IV

Un año después visitó Miami. Le pregunté adónde le gustaría que fuéramos luego de participar en un encuentro con un grupo de estudiantes universitarios: ya habíamos visitado a Lydia Cabrera y se había encontrado con Eugenio Florit, únicas personas a quienes me había manifestado deseos de volver a ver. Me pidió alternativas: le recordé que estaba celebrándose un simposio en su honor. No mostró entusiasmo. Insistí, respetuoso, en que se trataba de un buen número de profesores a quienes les halagaría contar con su presencia en alguna sesión. Nada. No sabiendo cómo salir del impasse bromeé: “los pelícanos que frecuentan Miami Beach y suelen adueñarse de los postes que sacan la cabeza del agua no tendrán a mal recibirnos”. Los ojos le brillaron (íbamos en mi automóvil): Vamos a ver los pelícanos, me dijo.

 

V

En 1978 se me ocurrieron unas décimas […]. Tuve la fortuna de que algunas personas mayores que yo las leyeron y me instaron a publicarlas en edición de autor, es decir, costeada por mí en una pequeña imprenta de Miami para repartirlo entre los amigos; joven al fin, atrevido, osado [decidí enviarle] a Octavio Paz. [Meses después, él escribió una reseña sobre mi libro y] le escribí una nota dándole las gracias y él me contestó diciéndome que las páginas de la revista estarán abiertas para que yo colaborara cuando quisiera y ese fue el inicio de lo que podríamos llamar quizás una amistad, siempre de discípulo a maestro.


          Lo conocí personalmente cuatro años después. […] Mi estrategia para sobrevivir a ese encuentro [era] que, cuando la conversación tomara un rumbo peligroso, trataría de desviarnos y tocar el tema cubano y traería a colación la obra de Emilio Ballagas, que yo conocía muy bien.


          Cuál no sería mi sorpresa al escuchar a Paz recitar de memoria los versos “María Belén, María Belén, María Belén, María Belén Chacón, María Belén Chacón, María Belén Chacón, con tus nalgas en vaivén de Camagüey a Santiago, de Santiago a Camagüey”.

 

VI

Elogio del garabato (1994) […] es el libro, librito más bien, que me abre los ojos a la posibilidad de escribir en prosa, algo que hasta él no había intentado cabalmente. Nunca me sentí dotado para la prosa. Ni cuando escribí ese libro, cuyo punto de partida fue una invitación a decir unas palabras en la inauguración de una sala de teatro experimental, ni ahora. El nombre de la sala era demasiado sugestivo para no reparar en él: Taller del Garabato. De aquellos apuntes, y de la manera más inesperada, surgió el cuaderno. No hubo propósito de escribirlo sino, más bien, abandono a un impulso. La brevedad de sus textos delata la desconfianza que me inspiraba mi prosa. Durante un encuentro con Octavio Paz en Cayo Hueso, Octavio me preguntó qué había escrito en fechas recientes o escribía en aquel momento, le mencioné esas anotaciones y me instó a enviárselas. Le advertí que eran pura ocurrencia. Insistió en el envío. Lo complací y supe, semanas después, que Octavio había entregado el documento a la Editorial Vuelta para que lo publicara. Escribí en seguida solicitando tiempo para ajustar y reorganizar los textos: recuerdo que la alegría de la noticia no fue mayor que la preocupación que me produjo. La recepción del libro me alentó a continuar probando suerte con la prosa. 



Paz, Marie-Jo y González Esteva, ca. 1986

 

VII

La muerte no habla por teléfono, pero la soledad sí. Y no hay soledad mayor que la que precede a la muerte. La muerte sabe a soledad, huele a soledad. Se le palpa en el aire, flota como una telaraña ruinosa sobre la silla de ruedas o el lecho del desahuciado, se le oye respirar cerca, y al muerto en ciernes se le afilan los sentidos, si no hacia fuera, sí hacia dentro, adonde se encamina y entrevé un destino cuya forma más sensible no tiene por qué ser la nada: hay moribundos a quienes sus muertos los saludan desde lontananza, los visitan, los ayudan a morir y hasta se los llevan colgados del brazo. La vida no ve más allá de sus propias narices.


          Octavio Paz se moría, y no lo ignoraba. "Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención", me dijo con una voz tan maltrecha como el rostro que por entonces —malamente oculto tras una barba y un bigote entrecanos— ensombrecía los medios de prensa de su país; el rostro de un anciano que hasta ayer había sido joven; un hollejo de rostro chupado por el cáncer y desfigurado por una expresión de malestar o fastidio; más ceño que rostro. Y yo sentí que me hablaba desde su tumba, una tumba llena de soledad, aunque tuviera mujer, amigos, lectores y hasta enemigos. La enemistad es una forma de compañía, quizás la más leal.


          Sin cerrar los ojos a la vida, Octavio Paz los abría a la muerte, y conversar con él era sentir cómo el viejo caserón donde la aguardaba, rodeado de silencio y árboles, se convertía en una caja de resonancia del diálogo entre ellas, vida y muerte; era acompañarlo en el último umbral, un umbral cuyo vano abarcó aquella tarde de principios de 1998 desde Coyoacán, una barriada del Distrito Federal mexicano, hasta West Miami, la minúscula ciudad del sur de la Florida donde resido. Y era exponerse al portento de una inteligencia a la que la muerte, lejos de debilitar, infundía un temblor de humanidad extrema.


          Aun sabiéndole gravemente enfermo había decidido llamarlo: quería que supiera cuán presente le tenía y proporcionarle —si advertía que mi interlocución, lejos de fatigarlo, le animaba— alguna distracción. Mande, contestó una voz de mujer desconocida; una voz, ahora lo comprendo, que bien pudo haber sido la de la propia muerte, que atendía al enfermo y se hacía pasar por empleada doméstica; la muerte que, picada en su orgullo, me desmentía, empuñaba el auricular. Pregunté por Marie-Jo, la esposa de Paz: me sentía en el deber de consultarle si mi llamada podría ser importuna. No está, me dijo la extraña. Iba a preguntarle por el propio escritor cuando oí un secreteo: ¿Quién llama?, inquirió. Le di mi nombre y lo repitió en voz tan alta y de manera tan enfática que comprendí que su propósito no era precisarlo ni memorizarlo sino compartirlo con alguien que debía decidir si estaba o no de acuerdo en ponerse al teléfono: la muerte hubiera sido más astuta. Luego de un breve escarceo —palabras ininteligibles, ruidos, nervios— escuché otra voz que me saludaba. Era Paz.


          Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención, me dijo, y yo supe que debía recordar esa frase cuchicheada desde el fondo de un nicho del tamaño del tiempo; supe que esa frase resumía la lección que había comenzado a recibir cuando —sin imaginar que alguna vez disfrutaría de su amistad— descubrí su obra; una frase que me entregaba como un amuleto, para que nunca me sintiera desalentado por la soledad de quienes lo apuestan todo a la poesía y descubren a cuán pocos de sus contemporáneos les interesa su apuesta, ¡cuán indiferente les es su fervor!; una frase para protegerme de las aspiraciones banales y para que cifrara la dicha donde hay que cifrarla: no en el reconocimiento de muchos sino en el interés en mi trabajo de unos pocos espíritus afines; el interés, no el elogio, que elogiar puede cualquiera, incluso sin saber qué elogia.


          De esa penúltima conversación —quizás huelgue recordar que nunca dejamos de conversar con aquellos autores cuyas obras inflamaron nuestra juventud, enriquecieron nuestra madurez y hacen más acogedores nuestros hogares: vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos, escribió Quevedo— guardo unos pocos recuerdos nítidos. Pero ninguno más persistente que el de aquella soledad en la que me pareció oír morirse a Octavio Paz; morirse y hablar de poesía, casi olvidado de su padecimiento. Hablar de ella como si nadie más en el mundo quisiera escucharlo, como insistiendo en que la poesía venciera a la muerte; harto, quizás, de ser el hombre público y admirado de quien todos esperaban una observación sesuda o controvertida, una invitación a incorporarse a su círculo más fraterno o una lisonja. Y harto, también, de morirse.


          No era que hablara solo: es que hablaba consigo, conmigo y con nadie al mismo tiempo, hablaba con todo, hablaba para darse, para dar lo último de sí que le quedaba, y como yo tendía a guardar silencio —porque le adivinaba ávido de probar suerte a ser el de antes, a ser el otro que lo desertaba—, sus palabras iban hilvanando un sermón íntimo donde a la reflexión sucedía la cita sabia, y a la cita, el consejo, y al consejo, la pregunta de carácter más personal, para que yo supiera que no había olvidado mis dudas en torno a la autenticidad de mi vocación, mi incertidumbre ante la validez de mi apuesta por la escritura. Y a ese interés sucedía la exhortación a continuar escribiendo versos, pero sin relegar la prosa, porque ésta, menos sujeta a la volubilidad de la inspiración, esa demanda insoslayable del poema, mitiga la angustia de ser escritor y no poder escribir; esa angustia que él mismo, qué difícil creerle, había padecido.


          Quienes regresan de la muerte hablan de un túnel al final del cual se avista un resplandor, y dentro de ese resplandor, la silueta de alguien que lejos de animarlos a que avancen, les indica que vuelvan sobre sus pasos porque aún es temprano para seguirle, para acompañarle al trasmundo del que esa silueta proviene. El túnel, aquella tarde de principios de 1998, fue la línea telefónica, laberinto de laberintos, y quien me hablaba a través de ella lo hacía desde una de sus embocaduras, a punto de darme la espalda, echar a andar y perderse de vista.


          Nadie sabe si alguien salió al encuentro de Octavio Paz la noche del 19 de abril de aquel año; sí, que nadie le dijo que retrocediera, y si se lo dijo, que él no hizo caso y siguió adelante, harto, quizás, de sobrevivirse. Me explico:


Uno se cansa de morirse tanto,

de morirse una vez y otra a las buenas

y a las malas. O de morirse apenas.

Y hasta de no morir, qué desencanto.

Uno se cansa de que todo cuanto

una vez le animó se abra las venas,

y de reconocerse, a duras penas,

de tan vivo y tan muerto casi santo.

Uno se cansa de morirse encima

y debajo de sí. Uno da grima

si no se va cuando debiera irse.

Uno se queda y no se queda nada,

y aunque muerda el anzuelo sin carnada,

uno también se cansa de morirse.



 "Recuerde que la felicidad de un escritor no está en tener muchos lectores sino dos o tres amigos que lo lean con atención", me dijo, y aún me reprocho no haber atinado a decirle lo que debí decirle: "a mí me basta con que me haya leído usted". Pero entonces el reproche, no importa si risueño, habría sido suyo: mis palabras, aunque sinceras, eran desproporcionadas. Esos amigos ya existían y, aunque no eran muchos, amplificaban mi vida, y eran más de dos o tres gracias a él.

 

VIII  

Nunca le vi más feliz que en la primavera de 1996, durante su última visita a Miami. Los achaques arreciaban pero la visión inmediata del mar —desde un largo paseo de madera por donde se me ocurrió invitarle a caminar un día de viento, sol y gaviotas, en compañía de Eliot Weinberger y Marie-Jo— lo había rejuvenecido al punto de que esta última manifestó un deseo que él, sonriente, incapaz de entristecerla con una alusión a su precaria salud, compartió: regresar alguna vez al mismo tramo de playa y pasar una temporada en uno de los hoteles que lo flanquean, como si la oscuridad que se abatía sobre ambos no pudiera alcanzarlos entre tanto azul.


          Minutos antes, al abandonar el restorán en cuyo portal habíamos almorzado, frente a un cielo limpio, un ejército de cocoteros y un desfile de juventud descamisada, Paz se había percatado de que el cabello comenzaba a escasearme y, divertido, había apuntado al lugar donde la falta era más evidente: bromeamos en plena acera; el niño asomaba al anciano y ambos parecían congeniar: era la primera vez que el primero me salía al paso. Un niño travieso, obviamente y, niño al fin, a salvo de todo pensamiento de muerte, incapaz de adivinar en la calvicie ajena un indicio de decadencia física, un recordatorio de nuestra caducidad.


          Entre los rostros de Octavio Paz que mi memoria retiene de manera más viva resalta ése, octogenario, al que de pronto se sobrepone, chispeante, su rostro de niño. “Ejercicio preparatorio”, un poema de Árbol adentro, los entremezcla:


la muerte que yo quiero

lleva mi nombre, tiene mi cara.

Es mi espejo y es mi sombra,

la voz sin sonido que dice mi nombre,

la oreja que escucho cuando callo,

la pared impalpable que me cierra el paso,

el piso que de pronto se abre.

Es mi creación y soy su criatura.

Poco a poco, sin saber lo que hago,

la esculpo, escultura de aire.

Pero no la toco, pero no me habla.

Todavía no aprendo a ver,

en la cara del muerto, mi cara.

 


          Mi calavera, como la suya, pugnaba por mostrarse, por sacar la cabeza de mi cabeza deshaciéndose del cabello. Aún pugna por deshacerse de él, y no desfallecerá hasta deshacerse de todo, incluso de mí.




NOTAS

[1] El texto fue construido con los siguientes artículos: Carmen de Eusebio, “Orlando González Esteva o la visibilidad inédita” Disponible en: Cervantes Virtual; "González Estava "Oralndo González Esteva homenajea a poeta mexicano Nobel de Literatura en Radio Televisión Martí. Disponible en: https://www.radiotelevisionmarti.com/a/gonz%C3%A1lez-esteva-homenajea-a-poeta-mexicano-nobel-de-literatura-/33410.html y Orlando González Esteva, “De cara a la muerte” en Radio Televisión Martí. Texto en dividido en tres partes. Disponible en: https://www.radiotelevisionmarti.com/a/de-cara-a-la-muerte/84021.html, https://www.radiotelevisionmarti.com/a/poesia-octavio-paz/84545.html y https://www.radiotelevisionmarti.com/a/de-cara-a-la-muerte-parte-final/85056.html