Conversaciones y novedades

Espejo de espejos

Jean Meyer

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

Jean Meyer

El laberinto es el Palacio de los Espejos de la Feria de mi infancia; recuerdo mi asombro cuando, a los ocho años, logré entrar a lo que si bien era un laberinto, presentaba espejos por todas partes en lugar de la oscuridad que esperaba. Terminé, decepcionado por lo que consideré demasiado fácil, corriendo hasta estamparme contra mi propia imagen.


          Si “nuestro laberinto es el de todos los hombres”, queda por saber si es el de Minos o el palacio de mis espejos. La primera entrada al laberinto de Octavio, dedicada al “pachuco”, nos remite al espejo, pero no es el de Narciso enamorado de su propia imagen. Nos remite a la experiencia histórica de Paz cuando sale de México para vivir dos años en Estados Unidos. Se topa en seguida con esos jóvenes mexicanos de Los Angeles, poco después de los zuitsuit riots, cuando una pelea de cantina lanza marineros de la base de San Diego y obreros de los astilleros a cazar pachucos, esos muchachos reconocidos por sus fachas uniformadas.


          Entender al pachuco fue ver a México y a Estados Unidos a la vez, en un espejo especial. Viaje, espejo, paso… entender para traducir y traducir para entender y dar a entender. Octavio, apóstol de la “hibridación universal”, nos ha dado las llaves del laberinto al aceptar el espejo que le presentaba el extranjero. No buscaba “el mexicano y lo mexicano” porque, como lo dijo Alejandro Rossi, “nadie insistió tanto en dar una versión de nuestra cultura en términos de una modernidad universal, la vía maestra para eliminar la insularidad, el aislamiento, la falsa complacencia que encubre una terrible inseguridad frente al mundo”.


          Es cierto que al mismo tiempo Octavio Paz escribió: “México es mi idea fija”, es verdad que se pasó la vida dándole vueltas ya no tanto a los enigmas como a los problemas de México, pero lo hizo siempre en referencia al horizonte continental y mundial. Se vio en el espejo que le presentaba el vecino próximo, el usamericano, y el vecino lejano, el surrealista francés, el republicano español. En esa triangulación panóptica el “buscador en movimiento” (Edgar Morin) no paró nunca de buscar la imposible síntesis de libertad, igualdad, fraternidad.


          Maarten van Delden ha tratado el pensamiento de Octavio Paz en torno a México y Estados Unidos (Fundación, Anuario de la Fundación Octavio Paz 2, 2000, 88-99) y especialmente su primera expresión cabal en El laberinto…, resultado de los dos años que Paz había pasado en Estados Unidos. Recuerdo cómo me impresionó aquel libro cuando lo leí en 1965 (estaba aprendiendo el español leyéndolo a duras penas, al mismo tiempo que El siglo de las luces de Alejo Carpentier que agotaba mi mediocre diccionario). Cuando Fernand Braudel me dio —en los mismos días— a reseñar para Les Annales los muchos tomos ya publicados de la Historia moderna de México, más las estadísticas económicas y sociales del porfiriato, hice trampa y salí adelante con las páginas que Paz le dedicaba al porfiriato.


          A propósito de Estados Unidos me llamó la atención en aquel entonces la coincidencia entre el análisis de Octavio Paz y el hecho por Henry Miller en Le Cauchemar Climatisé. Años después, Paz matizaría mucho su diagnóstico y sus juicios, al ponderar los valores del verdadero liberalismo y al describir esa sociedad como multicultural. Lo que mantuvo siempre es la tesis de las dos civilizaciones, la de Estados Unidos como producto de la Reforma protestante y de México como producto de la Contrarreforma católica. En El laberinto… esa oposición es más absoluta que en los últimos escritos pero no desapareció nunca. Coincide con una cercanía a ciertos conceptos marxistas muy presentes en 1950 y casi inexistentes en 1995. En oposición a esa visión de Estados Unidos como el país de la pesadilla climatizada, de la Lonely Crowd, de las máquinas, forja la imagen de un México subdesarrollado pero comunitario y festivo. Años después no celebraría más la “fiesta de las balas” (162*); tampoco volvería a decir que los asesinos mexicanos son más humanos porque mantienen “la antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen” (66) a diferencia de “los criminales y estadistas modernos [que] no matan: suprimen”. Este tipo de contacto y comunión había sido celebrado con anterioridad por toda la corriente usamericana estudiada por Mauricio Tenorio, la de los radicales populistas, chics o no y de los antropólogos, artistas, escritores. Para esa fecha (1940-1950) Octavio Paz acepta la imagen que da de México el espejo extranjero. En esa medida podemos decir que es víctima de un espejismo (la mexicanidad) comparable a los que Edward Said llama para los árabes el orientalismo. Posiblemente le pasó lo mismo a toda América Latina, quizá con la sola excepción de Brasil, pero mi ignorancia no debería permitirme proferir tales barbaridades.


          Yo tenía 23 años cuando leía El laberinto… libro de ensayos escrito por un joven de 30, 35 años. Pasaron muchos años…


          En ese libro están las semillas de toda la obra política e histórica de Octavio Paz y también las de muchos de nuestros trabajos. Para no citarme a mí mismo, me limitaré a mencionar que dos o tres páginas seminales (170 y ss.) del capítulo “La intelligentsia mexicana” orientaron la vocación histórica de Enrique Krauze (de ahí brotaron sus Caudillos culturales), provocaron su encuentro directo con don Daniel (Cosío Villegas) y con Manuel Gómez Morín, con las consecuencias políticas consabidas, su participación en Vuelta, etc. Las páginas históricas que me iluminaron en 1964 no han desmerecido con el paso del tiempo: han mejorado como el buen aguardiente, con la inevitable part des anges, ese cinco por ciento que hay que conceder a la evaporación y que desaparece en las mejores botellas. Sigo dando esas páginas como lectura obligatoria a mis estudiantes y otras más del peregrino en su patria.


          Pero volvamos a “El pachuco y otros extremos”. Escribía Octavio: “Las preguntas que todos nos hacemos ahora probablemente resulten incomprensibles dentro de cincuenta años. Nuevas circunstancias tal vez produzcan reacciones nuevas” (13). Sí y no. Sí y no incluso después de las elecciones del 2 de julio de 2000, jornada a cuyo advenimiento Paz ha contribuido como nadie; recuerdo aquella cena cuando intentaba convencer al presidente (Miguel de la Madrid) que en la India hasta el Partido del Congreso había aceptado perder las elecciones; recuerdo su lucha contra el fraude electoral en Chihuahua, en el mismo año de 1986.


          Si “El pachuco…” fue el fruto de las circunstancias (los años cuarenta en el sur de la California vecina), es también un texto intemporal.

Debo confesar que muchas de las reflexiones […] nacieron fuera de México, durante dos años de estancia en los Estados Unidos. Recuerdo que cada vez que me inclinaba sobre la vida norteamericana, deseoso de encontrarle sentido, me encontraba con mi imagen interrogante. Esa imagen, destacada sobre el fondo reluciente de los Estados Unidos, fue la primera y quizá la más profunda de las respuestas que dio ese país a mis preguntas [14-15].

          Y me quedo con la última frase, voluntad y promesa cumplida sobremanera por Octavio Paz: En cada hombre late la posibilidad de ser o, más exactamente, de volver a ser, otro hombre” (31).



NOTAS

* Todas las referencias entre paréntesis corresponden a la edición de El laberinto de la soledad, Postdata, Vuelta a El laberinto de la soledad, publicada por el Fondo de Cultura Económica, “Colección Popular”, 1993. [N. E.]


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