Conversaciones y novedades

El laberinto de la soledad: El juego de espejos de los mitos y las realidades

Carlos Monsiváis

Año

2000

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

Lustros

1955-1959

 

Carlos Monsiváis y Octavio Paz

Texto leído en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el 20 de agosto de 2000. La presentación estuvo a cargo de Adolfo Castañón.



Ningún pueblo podría vivir sin haber valorado antes.
Mas para sobrevivir, no debe valorar del mismo modo que el vecino.
He encontrado que mucho de lo que apreciaba tal pueblo, lo tenía otro por ridículo y
 oprobioso. He encontrado que mucho de lo que en tal país era tachado de malo, 
disfrutaba en tal otro de honores de púrpura… 
Una tabla de valores está suspendida sobre cada pueblo.

Nietzsche, Así hablaba Zaratustra

 


En 1949, en la revista Cuadernos americanos, Octavio Paz publica El laberinto de la soledad. En 1950, la edición revisada que lo da a conocer a un público amplio; en 1959, la edición definitiva. El ensayo, casi de inmediato, se convierte en un clásico de las indagaciones sobre lo mexicano, inaugurada a principios del siglo XX por Julio Guerrero en La génesis del crimen en México (1906), un trabajo más de moral social que de criminología, en donde el uso precursor de las estadísticas moviliza las generalizaciones sobre el comportamiento, y en donde, también, las generalizaciones sobre el comportamiento son el único método autorizado para entenderse decentemente con las estadísticas. (Una prostituta es pecado, diez mil prostitutas son un mal de las aglomeraciones.) Luego de Julio Guerrero, la ansiedad por detallar la identidad nacional, ese “pasaporte esencial” que distingue a los nativos, produce en la primera mitad del siglo XX obras de calidad muy distinta, entre ellas la muy influyente El perfil del hombre y la cultura en México (1934), del filósofo Samuel Ramos, entreveramiento de apuntes sociológicos, notas de historia cultural y esbozos de un “psicoanálisis del alma de la Patria”. Inspirado en Alfred Adler, Ramos se guía por una certidumbre: el espíritu de la nación es la entidad que unifica, y a fin de cuentas hace visible la suma de comportamientos similares. (La interrogante brota: ¿Qué fue primero: la nación o la conducta de los nacionales?) Si la mexicanidad trasciende las diferencias específicas entre los mexicanos, la mexicanidad actúa también como si fuera una sola persona. Ramos ve en la historia el “archivo clínico” que explica “el complejo de inferioridad” del mexicano. Al trasladar las limitaciones económicas y tecnológicas del país al campo de las divulgaciones semifreudianas, y al ir y venir del diagnóstico social al “psicoanálisis instantáneo” de la nación, Ramos obtiene de sus lectores, y —sector más numeroso— de quienes escuchan a sus lectores, la credibilidad última: “Si bien lo que dice Ramos no se aplica a mi persona, sí describe a los mexicanos que conozco. Pero muy pocos somos excepcionales.”


          A esta distancia, las tesis de Ramos interesan principalmente por razones de arqueología cultural, por la utilidad de acercarse a la retórica que todo lo explica a partir de fuerzas inamovibles y elementales. Según Ramos, al México moderno lo oprime su cultura, y lo determinante no es el peso de una larga historia, sino las marcas profundas de una sociedad campesina, atada durante tres siglos a un poder colonial atrasado, y controlada por las prerrogativas racistas y el privilegio burocrático. El ancla de un sistema tan rígido es el indio. Su mundo original fue aplastado, y le han secuestrado la dignidad, convirtiéndolo en un esclavo, un peón, un vasallo. En este punto, Ramos recoge las prevenciones conservadoras y liberales sobre los indígenas. Según “psicoanaliza”, el indio, en respuesta a su condición atroz, busca hacerse de un sitio, y es siervo en la hacienda, es labriego en la comunidad pequeña, es mero instrumento en un mundo espiritual de incienso, velas y santos. De acuerdo con Ramos, el indio es incompatible con un mundo “cuya ley suprema es la ley y el movimiento”. Como por arte de magia, el carácter “egipcio” de lo indígena, avasalla a los mexicanos, incluso a los urbanos.


          Las repercusiones de El perfil del hombre…, muy considerables si se piensa en la debilísima industria editorial de entonces, iluminan el placer de los sectores ilustrados (y no tanto) por examinar dentro de sí mismos la eficacia o la ineficacia de los dictámenes de la psicología nacional. Esta, con otras palabras, sería la conclusión: “Quiero saber cómo soy en cuanto mexicano, para ponerme a tono con mis actos.”

          

          Al auge de la “psicología del mexicano” contribuyen diversos factores: las circunstancias políticas de 1934 y los años siguientes (la radicalización ideológica que no admite excepciones); la amenaza del racismo genocida que obliga a tomar muy en cuenta el problema de las razas; la reorientación de las conductas erráticas a cargo de la identidad nacional (“Si los mexicanos somos así, no te vayas y tómate la otra”); la acelerada difusión de las tesis de Freud (en especial, la existencia del inconsciente, que en el nivel popular se entiende grosso modo como la lujuria que espera a que la moral se duerma); la manía latinoamericana de buscar el ser nacional. Todo esto se da en el terreno de la cultura, porque a las élites les urge el convenio entre lo tradicional y la modernidad con todo y sus psicologías flexibles. (Durante un largo periodo, lo más eficaz en América Latina es ser moderno y tradicional a la vez como haciéndole compañía al pasado y al presente.) Pero no es fácil diseñar una identidad convincente, no aparecen las claves interpretativas, ¿y en dónde se les busca? ¿En la religión, en la historia, en las costumbres, en la impaciencia de los ignorados por las metrópolis? ¿O en el éxito, el fracaso, las actitudes ante la vida, la sensación de espectadores (nunca actores) de la historia universal? No hay versiones de conjunto del país, la tradición no las puede proporcionar y de lo único que se dispone en materia de visiones panorámicas es del México de la cultura popular, y aquí entiendo por cultura popular lo elegido colectivamente de las imágenes del cine, la música y la historia aprendida en la educación primaria y secundaria. Y en cuanto a instrumentos analíticos el panorama es más bien triste. Incluso en los sectores ilustrados, los escritos de Freud sólo se conocen en sus versiones elementales, el “Freud para eternos principiantes”; casi nada se sabe del pensamiento marxista, y la literatura de Europa y Estados Unidos circula de manera irregular. Si las apologías del “ser nacional” se dificultan en Europa luego de la xenofobia nazi, la segunda guerra mundial agudiza los nacionalismos en Norteamérica, Inglaterra, Francia, Italia y, por el agravio del fascismo, en España, y obliga en América Latina, y especialmente en México, a una cacería de la identidad que al menor descuido se vuelve nacionalismo escénico.


La aparición de un clásico instantáneo

No son demasiados los libros que a lo largo del siglo XX la nación mexicana (instituciones culturales, lectores, memoria social) elige como suyos. Entre ellos, sin duda, se encuentran Los de abajo (1914), de Mariano Azuela, el panorama de la Revolución construida por el heroísmo de las masas, el abuso criminal de la élite y el ánimo vindicativo de la gleba; La sombra del caudillo (1928), de Martín Luis Guzmán, el thriller donde la política es escenario de los golpes bajos y las personalidades devoradoras; Ulises criollo (1938), de José Vasconcelos, la Revolución como el telón de fondo de la grandeza traicionada; El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, la recreación de las destrucciones del mundo campesino, el que devoran su aislacionismo, su desdén ante la ética y la locura de los caciques; Muerte sin fin (1938), de José Gorostiza, el drama de la muerte de Dios descrito por una teología inesperada de oído literario perfecto; Recuento de poemas (1962), de Jaime Sabines, el sentimentalismo transfigurado por la gran poesía; La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, el descubrimiento de la ciudad como mural y collage y yuxtaposiciones del azar; La noche de Tlatelolco (1971), de Elena Poniatowska, la denuncia de un crimen de Estado trasformada en conciencia histórica de los lectores. A estos libros del canon mayoritario se añaden dos de Paz: La estación violenta (que contiene Piedra de sol) y El laberinto de la soledad. Por supuesto, hay muchos otros autores y libros extraordinarios en México, pero esta lista es de textos cuya lectura ha sido determinante para numerosas personas y para la sociedad entera.

          

          No se trata de best-sellers sino de señas compartidas, referencias obligadas, códigos del uso del lenguaje, casi obligaciones de la convivencia.


          La recepción inicial de El laberinto de la soledad es consagratoria. Si los modos de leerlo varían, lo común es la impresión de estar frente a un examen del país fundado en esa modernidad que es la multiplicación de los puntos de vista y en la prosa que sostiene con enorme brillantez las interpretaciones. En El laberinto… la escritura es el ofrecimiento primordial y la imposibilidad del desgaste. Si según algunos las teorías son inconvincentes (por ejemplo, la descripción del pachuco en Los Angeles), el esplendor idiomático no admite dudas, y los capítulos más citados y leídos, perduran al sustentarse en la verdad última de las palabras: su calidad literaria.


          Si alguien está capacitado para describir al país y a sus habitantes desde una perspectiva de conjunto es Paz, formado en las atmósferas culturales y sociales del marxismo, el psicoanálisis, la filosofía europea (de Max Scheler y Heidegger a Sartre, Roger Caillois, Gastón Bachelard y Georges Dumézil), la revolución poética del periodo 1920-1940 (la generación del 27 en España, Neruda, Vallejo, Pound, T.S. Eliot), la vanguardia artística y en especial, por muy profundas afinidades electivas, los surrealistas con sus mezclas de Freud y Marx, de la Revolución y el marqués de Sade, de Picasso y La edad de oro. Y Paz, sin leer a México “con los ojos del extranjero”, sí profundiza con miradas internas y externas en una cultura que es una nación que es la suma de épocas históricas y portentos escasamente asimilados.


De la modernización del nacionalismo

En el periodo 1950-1968, el nacionalismo es el gran escudo de legitimidad del régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que fue Partido Nacional Revolucionario (PNR) y Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Por extraño que parezca, el nacionalismo, al exaltar la singularidad nativa, avala los proyectos de modernidad. Durante unos años, ser nacionalista es proclamar la calidad de lo “hecho en México”, y es pregonar la igualdad anímica de los mexicanos y los habitantes de las metrópolis. “Diferimos en casi todo —podría ser el mensaje—, reconocemos que nuestro sitio en el mundo es más bien marginal, pero lo que nos singulariza vale tanto o más que lo que nos disminuye.” Y el equiparar a los mexicanos con los habitantes de los países desarrollados, requiere de una teoría que describa y ubique lo específico, aquello que en lo íntimo o lo público no se presta a confusiones.


          La producción de explicaciones sobre el “ser del mexicano” tiene su origen en la urgencia de identidad. En una realidad aún distante de la globalización, lo quieran o no, o incluso, lo sepan o no, los mexicanos se comparan a diario con los norteamericanos: su prosperidad, su eficacia técnica, su movilización planetaria, sus sistemas de justicia, su industria cultural, su presencia ubicua. El “Coloso del Norte” (la frase de moda en esta etapa) lleva a los mexicanos, luego de una reacción derrotista, a examinar sus hábitos y reflejos condicionados; esto es, a puntualizar con ánimo un tanto fantasioso aquellas características (positivas y negativas) que en otros países o no existen o se dan de ese modo. La autoevaluación es positiva, así dé lugar a trampas del autoengaño: “Sí, lo acepto, he sido un macho terrible, pero las mujeres me lo agradecen, y entonces como se quiera ver, no he sido tan macho.” De la autocrítica a la exaltación.


          Al nacionalismo, también, lo actualizan a la fuerza la tecnología y los procesos culturales. El primer nacionalismo mexicano del siglo XX acude a los desplantes, al regocijo por la primera revolución del siglo XX, y al asombro ante las potencialidades de México; el segundo nacionalismo, que comienza al diluirse el radicalismo, ya afectado por las divulgaciones intelectuales y científicas, aprovecha la internacionalización cultural —todo lo incipiente que se quiera— y actúa su reclamo de visibilidad con cierta sorna. A la idea de Ramos del “alma unívoca” del mexicano, la respalda vigorosamente una certeza “atmosférica”: el todo es el modelo inexorable de las partes. Si saberse poseedores de un inconsciente estremece en lo individual, creerse inmersos en el inconsciente colectivo, arrebata. Si está bien ser el dueño de un prestigioso “abismo ’ en la conciencia, compartir el abismo con todos y cada uno es la emoción de los creadores. El clima cultural que ensalza la posesión de la psicología única, alcanza su apogeo en la década de 1940 con corrientes intelectuales, zonas del espectáculo (en especial del cine y la canción popular), confianza de las clases populares en su destino comunitario, y regocijo ante la mezcla, en el ejercicio de la mexicanidad, de virtudes notables y errores monstruosos, entre ellos la idolatría del machismo.


          No todo es complacencia a la hora de evaluar las limitaciones, pero buena parte de lo que se escribe es muy abstruso o aplicable a cualquier nacionalidad o tema. En esta etapa, resultan llamativos algunos esfuerzos del grupo Hyperion, el puñado de filósofos jóvenes, discípulos de José Gaos, aturdidos técnica y retóricamente con el ser del mexicano. Entre ellos, algunos muy valiosos: Luis Villoro, Jorge Portilla y Emilio Uranga. De lo publicado, lo más vivo es El laberinto de la soledad.


¿Qué es “ser mexicano”?

En 1950, se vive en México, y no sólo en las clases dirigentes, un optimismo intenso, fruto de la industrialización al galope, del “aroma del estreno de lo moderno, de la movilidad social efectiva, de la fe en el progreso. La pregunta: ¿Qué es ser mexicano?, intriga y estimula, porque, desatendidas las jactancias de la industria del espectáculo, la mera interrogante constituye un (escasamente disimulado) propósito de enmienda: “Da gusto que seamos así, pese a todo, pero el que sepamos tan puntualmente cómo somos es señal del cambio que ya viene … Si no lo supiéramos, seguiríamos igualitos.” Y Paz, en forma excepcional, se aleja de las versiones típicas del mexicano, donde se combinan las evocaciones de un pasado heroico o sentimental (el romanticismo nacionalista) con los anticipos del porvenir en donde no habrá nacionalismo. La burguesía se complace con su singularidad, pero la reserva para los fines de semana.


          ¿Tiene sentido creer en la unidad profunda de los mexicanos, más allá de los procesos jurídicos y políticos, de las obligaciones sociales y de las formaciones culturales? Sí, si ve en la unidad un programa de vislumbramientos poéticos, o si se le ubica como alternativa a la idea grisácea de un país donde todo parece darse por acumulación. Todo es en demasía, porque muy poco es extraordinario. En este sentido, en El laberinto… la crítica de la interpretación histórica y el ordenamiento mitológico (creación literaria) se enfrentan a la mitomanía oficial (aprovechamiento político de logros y procesos populares) y a las inercias premodernas. Con gran destreza, Paz nunca centra el libro en la exigencia de la modernidad, sino en el equilibrio entre soledad (aislamiento y comunión) y vida contemporánea (ruptura indispensable le la soledad).


          ¿Por qué la modernidad no es el gran tema evidente de El laberinto…? Supongo que por el despliegue de oposiciones, y el contraste entre el mexicano (y sus tradiciones) y el norteamericano (devoto de la eficacia, que se renueva a diario). Y por lo demás, así el culto al progreso esté en la raíz de las acciones gubernamentales, y en muchos de los actos individuales, la modernidad en 1950 no es el tema compulsivo sino el espacio entre la publicidad de lo norteamericano y los hábitos ancestrales. En todo caso, la modernidad se configura más precisamente en la respuesta al libro. Es tal el impacto de El laberinto… que el primer equívoco importante a propósito del libro surge del entusiasmo de los lectores. Paz recuerda el comentario que le hace un filósofo: “El laberinto… es una elegante mentada de madre.” Sí hay críticas y comentarios negativos desde la izquierda o la derecha, pero más bien el libro desde el principio, El laberinto…, es la proclamación heterodoxa de una singularidad distinta, ya no basada en las actividades, las apariencias, los gestos, las devociones, los sacrificios, las hazañas, sino en la revisión de las grandes novedades: el Pachuco (es decir, el México de las migraciones que desbarata la pretensión del México igual y fiel); la Chingada (es decir, el traslado de la madre de todas las malas palabras del territorio del respeto al de la zona difusa de la blasfemia que también es sagrada); la Fiesta (ya no el episodio culminante de la vida cotidiana, sino el arribo a la estética de lo vivido hasta entonces como licencia esporádica para la felicidad): la Muerte (ya no la inevitable mala jugada de la Naturaleza, sino el espejo dramático en donde la vida advierte sus alcances y sus limitaciones). Añádase a esto la historia y los episodios de la inteligencia.


          Las primeras generaciones de lectores de El laberinto…, todavía muy influidos por el nacionalismo, leen y quieren leer allí la hazaña que es México, pese a todo, pese a México mismo. Estos lectores —fundamental pero no únicamente de clases medias habituados a las generalizaciones, todavía entonces el eje de su vida social, toman al pie de la letra las tesis de Paz, sin reparar en el cuestionamiento al proceso constitutivo de la mexicanidad. Los que viven la ilusión del temperamento nacional como acicate y logro, conciben a El laberinto… como un desprendimiento natural del nacionalismo, atmósfera voluntariosa que en el libro, inevitablemente sí se registra, porque es el lenguaje social del momento, pero el planteamiento además de mitológico es crítico, y Paz es muy tajante:


Los mexicanos no hemos creado una forma que nos exprese. Por lo tanto, la mexicanidad no se puede identificar con ninguna forma o tendencia histórica concreta: es una oscilación entre varios proyectos universales, sucesivamente transplantados o impuestos y todos hoy inservibles. La mexicanidad, así, es una manera de no ser nosotros mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa. En suma, a veces una máscara y otras una súbita determinación por buscarnos, un repentino abrirnos el pecho para encontrar nuestra voz más secreta.

          

          Sin embargo, no obstante los matices subrayados por Paz, debido al mecanismo de alborozo de los que acuden al libro como a la toma de posesión de una autobiografía colectiva, los lectores iniciales de El laberinto… prescinden de sus zonas críticas y se deleitan con los pasajes de enorme lirismo. A las afirmaciones de Paz, los lectores suelen agregarles sus dogmatismos peculiares. Como en pocos casos, uno es el libro y muy otras las conclusiones de los turistas sentimentales que suelen frecuentarlo.


“En verdad estamos solos”

La soledad descrita en El laberinto… es el otro nombre de la psicología colectiva surgida de la historia, del lenguaje y, de acuerdo a Paz, de “la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y de verdad, estamos solos”. ¿Distintos a quiénes? En primer lugar a los norteamericanos, extraviados “en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales”. Y distintos a los habitantes de los países económicamente desarrollados. Sin embargo, recapitula Paz, “algo nos impide ser”. La soledad del mexicano, se diría hoy, es la del aislamiento local frente a la prepotencia del imperio o del sistema financiero internacional. Pero ni está de moda entonces, ni a Paz le interesa el lenguaje de economistas, sociólogos y analistas políticos. El término soledad no sólo le resulta más expresivo, sino, en el fondo, más exacto. Todavía en 1985, al comentar el terremoto del 19 de septiembre en la Ciudad de México, Paz anota: “Los mexicanos nos hemos sentido, casi siempre con razón, solos en el mundo, como si nuestro país fuese un suburbio de la historia mundial.” Y, en 1950, es muy significativo ver en “el mexicano gentilicio y abstracción, el punto de partida en el debate sobre la historia y el otro. El mexicano, al constituirse en una noción cerrada, facilita los contrastes con visiones igualmente unitarias.


          Al nacionalismo mexicano se oponen sin deliberación pero con energía los nacionalismos y los chovinismos de Europa y, muy especialmente, de Estados Unidos. El jingoism norteamericano usa del racismo para justificar el saqueo de los recursos de los países pobres, y le es tan fácil proceder así que considera santificadas sus prácticas. Y, por razones de los comportamientos internacionales, el nacionalismo, en su vertiente sentimental, le resulta indispensable a una sociedad disminuida sin tregua por el desprecio de los nacionalismos de la metrópolis.


          Ahora es casi imposible precisar la resonancia de El laberinto… en el periodo que va de 1950 a 1968, cuando el impulso del movimiento estudiantil en la Ciudad de México y la tragedia del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, modifican las ideas dominantes sobre los mexicanos. Pero ya antes del 68, diversas tesis de Paz se vuelven lugares comunes de la interpretación de México, a la vez país específico y museo de leyendas que se “reconcilian” con la sensibilidad olvidada, pospuesta, jubilada. Y a la fluidez del mito la sostiene un hecho: en 1950 carece de toda credibilidad la noción del ciudadano, a causa de la muy débil cultura cívica sostenida por un autoritarismo demoledor. (No sólo el presidente de la República es el padre de todos los mexicanos; también, el jefe de familia es el presidente de la República del hogar.) En esto se cree, al margen de cómo se enuncie: mientras no haya democracia, concentrémonos en la nación y en su habitante primordial, el mexicano. El sustituto de la democracia es la mitología.


          Por todo esto, y no obstante el peso del desarrollo social sobre la concepción del país, importa tanto —además de las razones literarias— la interpretación de Paz. En El laberinto…, el país o el pueblo son entidades homogéneas cuyo ser, revelado por el idioma poético, el de las profecías y las transfiguraciones, es aprehensible y abarcable. El mexicano es el habitante y la síntesis del país conocido o intuido, y es el emblema de una cultura viva, poblada de zonas indescifrables, en donde, lejos de sí, del mundo y de los demás, puede terminar disolviéndose, convertido en sombra y fantasma. Paz extrae parcialmente al mexicano de la historia, en donde no está muy bien situado según los criterios aplicados a los países periféricos, y lo conduce a la zona iluminada de una prosa clásica, que reelabora apuntes de psicología social y los transforma en literatura y crítica. Ya luego el mexicano retorna a la historia, convertido en el plural de la diversidad: los mexicanos, muy distintos entre sí.


“La minoría de mexicanos que posee conciencia de sí"

Paz le escribe el 23 de noviembre de 1949 a don Alfonso Reyes:


…le confieso que el tema de México —así, impuesto, por decreto de cualquier imbécil convertido en oráculo de la “circunstancia” y el “compromiso”— empieza a cargarme. Y si yo mismo recurrí en un libro fue para liberarme de esa enfermedad —que sería grotesca si no fuera peligrosa y escondiera un deseo de nivelarlo todo—. Un país borracho de sí mismo (en una guerra o en una revolución), puede ser un país sano, pletórico de su substancia o en busca de ella. Pero esa obsesión en la paz revela un nacionalismo torcido, que desemboca en agresión si es fuerte y en narcisismo y masoquismo si se es miserable como ocurre entre nosotros.[1]



          De acuerdo con Paz, el esencialismo no tiene sentido, es absurdo que para algunos ser mexicano consista “en algo tan exclusivo que nos niega la posibilidad de ser hombres, a secas. Y recuerdo que ser francés, español o chino sólo son maneras históricas de ser algo que rebase lo francés, lo español o lo chino”. Sin embargo, en El laberinto…, el esencialismo es por trechos la oportunidad de los paisajes y el método de confrontación. Durante una larga etapa, El laberinto… es la mejor versión disponible de las maneras utilizadas por una sociedad para visualizarse o verbalizarse a sí misma, en el entrecruce de nacionalismo y modernidad (el nacionalismo que se moderniza gracias al impulso colectivo, la modernidad que para afianzarse recurre al habla nacionalista) que parece democrática de tan popular. Si entonces se cree con cierta beatitud en la originalidad extrema del país, es, entre otras cosas, porque ni se acepta ni se entiende lo diverso. Si México no es uno, su existencia carece de sentido, y tan es así que el libro de Simpson, Many Mexicos, es la gran alabanza de la unidad. Paz acepta estas reglas del juego y las trastoca. Al preguntarle Claude Fell sobre una afirmación suya (la tipología tal como la establece Ramos tendría que ser superada por el psicoanálisis), Paz responde:


Sí. Una de las ideas ejes del libro es que hay un México enterrado pero vivo. Mejor dicho: hay en los mexicanos, hombres y mujeres, un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados. Intenté una descripción —claro que fue insuficiente: apenas una ojeada— del mundo de represiones, inhibiciones, recuerdos, apetitos y sueños que ha sido y es México […] En ese sentido mi libro quiso ser un ensayo de crítica moral: descripción de una realidad escondida y que hace daño.[2]



          Paz tiene razón, pero lo vuelto inocultable por medio siglo de trabajos, debates y recuentos históricos, es el papel de la censura estatal y social en la configuración del México “enterrado pero vivo. No es sólo asunto de pulsiones y deseos ocultos, sino de autoritarismo y represión eclesiástica, empresarial y gubernamental. De allí, entre otras cosas, la utilidad de oponer el proceso mexicano con el norteamericano donde, como sea, se ganan con más rapidez las batallas contra la censura.


Donde la nación se restringe

La encomienda de excavar en el México sepultado no se le entrega a todos. La sociedad examinada en El laberinto de la soledad es muy restringida. Afirma Paz:


No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido. En nuestro territorio conviven, no sólo distintas razas y lenguas, sino varios niveles históricos […] La minoría de mexicanos que poseen conciencia de sí no constituyen una clase inmóvil o cerrada. No solamente es la única activa —frente a la inercia indoespañola del resto— sino que cada día modela más el país a su imagen. Y crece, conquista a México. Todos pueden llegar a sentirse mexicanos.



          Al examinar una minoría representativa, no de la nación sino de aquello en que la nación se ha de convertir, el libro declara su razón estricta de ser. El laberinto…: la identidad como espejo verbal, México a través de imágenes acompañadas de interpretaciones tanto más vividas cuanto que son literatura. En una etapa marcada por la ausencia de alternativas, El laberinto… es la opción poética al dictamen “municipal y espeso”, a la versión del país redactada presurosa y dogmáticamente por el régimen. El México que descodifica y codifica El laberinto… desborda abstracciones nacionales, rituales comunitarios, etapas históricas congeladas por el espíritu de cambio, caracterizaciones anímicas, historia intelectual y moral, análisis de esos “recursos nacionales” que van del sentimiento de orfandad a Sor Juana Inés de la Cruz, del fenómeno revolucionario a la amorosa distancia con la muerte, del ensimismamiento en la noche del Altiplano a José Vasconcelos y Alfonso Reyes, todo regido por la sabiduría de una prosa a la vez lírica y crítica. Y a Paz le residía necesario proceder por generalizaciones, porque si no el intento de un panorama vertiginoso naufraga en el matiz. Sin visiones de conjunto no se capta una nación que es más y es menos que su gobierno, que es más y es menos que su capacidad trágica. Según Paz, tal vez el tradicionalismo, que le imprime coherencia al pueblo, se desprenda del amor a la Forma. Quizá sólo los antimodernos logran ser furiosa y febrilmente modernos; en todo caso, y esta conclusión importa, los mexicanos somos criaturas del libre albedrío. Eso desprendo de El laberinto…: la mexicanidad, por rotunda que se deje ver, no es un fatalismo y por tanto es un concepto a fin de cuentas nómada o inasible. Ya lo afirmó Malinowski en Una teoría científica de la cultura: “Lo que era una creencia fuerte y floreciente en un nivel, se convierte en superstición en otro nivel.”


“¡Viva México, hijos de la mitología!”

La nación interpretada incluye las circunstancias de la historia, los rituales populares y la vida intelectual observada a través de las personalidades. También interviene una obsesión de Paz, las palabras clave. De ellas, ninguna tan persuasiva como la Chingada, el vocablo “obsceno” que mantiene su carga prohibida y, en la interpretación de Paz, se vuelve la nada y el todo, lo que cada quien tiene en mente al pronunciarla y el vocablo que clausura el vuelo semántico, la representación límite del pecado original, la madre violada, la atroz enunciación de la condición mexicana, el vocablo que se desprende de la Conquista y de cómo le fue allí a los mexicanos. (Eso pudo haber dicho el emperador Cuauhtemoc: “¡Ya nos llevó la Chingada!”) En un grito, re dramatiza la técnica usada para cerrarse al exterior y, sobre todo, al pasado doloroso: “¡Viva México, hijos de la Chingada!” La palabra es profana y sagrada a la vez (en las casas “decentes” es el vocablo que no se dice y sólo se grita con expresiones faciales; en los espacios de la intimidad es la audacia última de la gente “decente”; en la vida marginal es el punto de partida del habla que va del cariño a la agresión), y es el vínculo incesante con las abstracciones poderosas (la Chingada, esa Yocasta unánime a la que con tanta frecuencia se remite al interlocutor).


          En 1950, la pudibundez social es todavía extrema y depende de la cancelación de muchísimas libertades del lenguaje. Impera la política de ocultamiento que es simulación (lo recreado por Rodolfo Usigli en su gran obra de teatro El gesticulador), y cunden las prohibiciones legitimadas por los requisitos del decoro. De allí la fascinación de los lectores al ver analizado un vocablo hasta entonces no impreso y correspondiente al orbe de las “obscenidades”:


Son las malas palabras, único lenguaje vivo en un mundo de vocablos anémicos. La poesía al alcance de todos.
Cada país tiene la suya […] Esa palabra es nuestro santo y seña. Por ella y en ella nos reconocemos entre extraños y a ella acudimos cada vez que aflora a nuestros labios la condición de nuestro ser. Conocerla, usarla, arrojándola al aire como un juguete vistoso o haciéndola vibrar como un arma afilada, es una manera de afirmar nuestra mexicanidad.



          A los primeros lectores de El laberinto… les afecta —sonrisa y búsqueda de entendimiento— la posibilidad de discurrir sobre el vocablo ubicuo y silenciado. Paz pone en acción una de sus tácticas primordiales, su fe en el valor inapreciable de las particularidades del lenguaje. Su inmersión en el idioma, y más precisamente en el habla, como la realidad vivísima, el último depósito de la interpretación de lo real, en el caso de la Chingada, lo conduce a ver tras la expresión “nefanda” el fervor desatado de una sociedad bajo la represión. Las mil y una definiciones posibles de un vocablo, son otros tantos comportamientos y otras tantas entregas o reticencias. Si en 1950 la Chingada no se adentra visiblemente en ninguno de los círculos del amor y el afecto, es un vocablo tan entrañable como el impulso verbal mismo. (Luego, ya en el año 2000 por ejemplo, la Chingada es el apunte pintoresquista que tras la supresión de los términos prohibidos, revela la escasez del vocabulario.)


La revolución es la revelación

En una de sus reflexiones sobre El laberinto…, Paz le señala a Claude Fell


Mi libro es un libro de crítica social, política y psicológica. Es un libro dentro de la tradición francesa del moralismo. Es una descripción de ciertas actitudes, por una parte, y, por la otra, un ensayo de interpretación histórica.



          Sin duda, Paz describe con lucidez las actitudes, también, al juzgarlas constitutivas de una comunidad, incursiona en los espacios de la psicología del mexicano, y de las que aparentan ser actitudes invariables, propias de la raigambre nativa y sus mezclas fatales. Así, por ejemplo, el análisis del malinchismo. Según Paz, al repudiar a la Malinche… “el mexicano rompe sus ligas con el pasado, reniega de su origen y se adentra solo en la vida histórica” y, al proceder así, condena en bloque a su tradición, lo que suele traducirse en “una encarnizada voluntad de desarraigo”: “Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, sólo se conciba como negación de su origen.”


          En algún nivel, la “negación del origen” es también, con el brío confundido de las reacciones populares ante los hechos históricos que no consigue asimilar, el rechazo del colonialismo y de los procesos sucesivos de la Conquista. Por ingenua y autosuficiente que resulte la condena del malinchismo, por disparatados que parezcan (y sean) la negación del pasado, o el aferramiento sentimental a la parte indígena de la nacionalidad, son procedimientos cuya genuina razón de ser hoy es evidente: son un capítulo de la estrategia de los vencidos, autodestructivo si se quiere, pero inevitable en quienes no consiguen crear alternativas. Al existir éstas, la reiteración de gestos aislacionistas se vuelve simplemente cómica.


          Al nacionalismo, uno de los grandes elementos movilizadores e inmovilizadores de México, se le contempla desde el ángulo de la recuperación del pasado mítico que es también el porvenir cifrado y descifrado. Ya en Posdata (1970), su revisión de El laberinto… a la luz del 68, Paz rehace su trazo histórico, concediéndole una importancia más amplia a lo prehispánico, y acentuando la crítica a las sujeciones ideológicas. Pero en tanto historia, el centro de El laberinto… es la Revolución mexicana, y su resonancia está muy en deuda con la muy atractiva descripción de la psicología nacional y la Revolución mexicana. En los años profundamente despolitizados que van (aproximadamente) de 1940 a 1968, los sectores ilustrados y los requeridos de interpretaciones deslumbrantes, aceptan el enfoque “herético” del proceso, más persuasivo que la versión rudimentaria de las burocracias, progresivamente inaudibles y desprovistas de ideas. Y en la historia evocada por Paz, la Revolución es uno de los intentos más radicales por vislumbrar o hallar la Forma de México, una forma ligada a la cuantía y la vitalidad de las clases populares, y a la estética que se desprende de las metamorfosis de la violencia.


          En el análisis, se combinan algunos de los significados de la Revolución mexicana: es la fuente de las instituciones, los avances sociales los espacios educativos y culturales; es la destrucción de una dictadura a la que reemplazan las formaciones autoritarias en algo actualizadas; es el hecho de armas que desemboca en una épica congelada en estatuas y murales; es el cerco institucional que cada año elogia a la violencia fundadora; es la construcción de la estabilidad cuyo pago es el perenne empobrecimiento de la mayoría; es la secularización del país a cargo de los libros de texto, la insistencia en los valores cívicos, la industria cultural y la internacionalización de las clases medias; es la organización sólida del Estado que admite espacios de tolerancia mientras no afecten los controles del poder; es la victoria del espíritu laico sobre el tradicionalismo (si los cristeros fusilan a los maestros rurales, los revolucionarios fusilan a los santos, y ni unos ni otros resucitan); es la concentración de los privilegios disculpada por la demagogia y aliviada por el reparto de beneficios marginales; es la “esquizofrenia” política que siempre afirma lo contrario de sus acciones; es el muy desigual desarrollo educativo. En El laberinto…, Paz aborda la dimensión épica de la Revolución, la emergencia de los ejércitos campesinos, la cadena de batallas y magnicidios, la fuerza popular de Emiliano Zapata y Lázaro Cárdenas:


La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser. De su fondo y entraña extrae, casi a ciegas, los fundamentos del nuevo Estado […] La Revolución es una búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre. Y, por eso, también es una fiesta: la fiesta de las balas, para emplear la expresión de Martín Luis Guzmán. Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado […] ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano.



          En El laberinto… la Revolución es el proceso donde al estallido de facciones y la barbarie de instituciones y caciques los trasciende el espíritu unitario que es posible llamar la nación, o, también, la voluntad de entender radicalmente “un movimiento tendiente a reconquistar nuestro pasado, asimilarlo y hacerlo vivo en el presente”. A Paz, en El laberinto…, o en Corriente alterna y Los hijos del Limo, lo absorben las variedades del tiempo. Ir hacia el pasado, como los zapatistas, o aspirar al porvenir, como los modernizadores, son conjugaciones de la misma tendencia.


Y esta voluntad de regreso, fruto de la soledad y de la desesperación, es una de las fases de la dialéctica de soledad y comunión, de reunión y separación que parece presidir toda nuestra vida histórica. Gracias a la Revolución el mexicano quiere reconciliarse con su historia y con su origen.


El tránsito sensible

Por unos años, el nacionalismo se deja expresar ya no sólo por una estética de excepcionalidad (la Escuela Mexicana de Pintura, la novela de la Revolución mexicana, la obra de Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, la Escuela Mexicana de la Danza, etc.), sino por la extraordinaria codificación verbal de Paz, que se interna en las teorías fatalistas de nuestra historia, y las trasciende con método que mucho le debe a las iluminaciones poéticas. Ya en gran medida inaceptable por sus fantasías risibles y sus cerrazones, y arrinconado por la integración económica con Norteamérica, el nacionalismo se concentra y se despide con El laberinto de la soledad, que le da nombre de “soledad abierta” a la demolición de los muros internos. Este es el epitafio más lacónico y expresivo del nacionalismo: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres.” Es decir, ya abandonamos el pasado perpetuo amenizado por batallas y peregrinaciones a San Juan de los Lagos; es decir, nuestro presente no está regido por el sedentarismo espiritual.


          En 1950, un libro anuncia el fin del aislamiento y del aislacionismo de la cultura mexicana. Si la “soledad” anunciada por Paz es fruto de la psicología de los mexicanos, de una demografía bastante menos abigarrada que la actual, o de los modos operativos de la historia, es asunto a debatir. Lo innegable es el éxito de su demanda (la liquidación del nacionalismo cultural en medio de la mística nacionalista aún viva), y de su exhortación a la apertura industrial, informativa, artística, que, sin prisa alguna, va de la minoría a las mayorías. El laberinto… anticipa el traslado de la singularidad al ejercicio de lo diverso, y describe la modernidad como desatadura. Y este nivel del libro (quizás el menos frecuentado gracias al ánimo turístico de extranjeros y nacionales que usa a El laberinto… para entenderse con el México de los signos cósmicos y las festividades como el Día de Muertos) resulta el más actual ahora, en un país ya no tan culturalmente periférico y ya no tan dependiente de las mitologías. El laberinto de la soledad no es una profecía, es algo aún más anticipatorio: la comprobación magistral del fin de las interpretaciones subordinadas de una sociedad.



NOTAS

[1]Correspondencia Alfonso Reyes—Octavio Paz (1939-1959), Edición de Anthony Stanton, México, Fundación Octavio Paz / Fondo de Cultura Económica, 1998.

[2] Pasión crítica, México, Seix Barral, 1985.