Guillermo Sheridan
Año
1997
Personas
Sheridan, Guillermo
Tipología
Entrevistas
Temas
Últimos años (1991-1998)
Esta entrevista fue extraída del libro Poeta con paisaje, de Guillermo Sheridan, con su autorización. Se puede ver esta charla aquí.
El 20 de agosto de 1997, se presentó en las instalaciones del Fondo de Cultura Económica el primer volumen de la Obra poética de Octavio Paz; la publicación fue realizada por esa editorial mexicana y la española Círculo de Lectores y Travesías, y estaba compuesta por tres lecturas y una antología en tres discos compactos en la voz del poeta, publicada por esa última casa.
Unos días antes, en una mañana espléndida, en un jardín soleado —uno más entre los muchos jardines por los que Octavio Paz ha transitado y de los que ha dejado testimonio en su poesía—, sostuvimos esta charla que fue transmitida durante la presentación de esas obras y por la televisión nacional. La reproduzco tal cual; sólo le agrego el título, que Paz aceptó.
La cordialidad, la viveza y la intensidad con las que habló esa mañana —no a mí, sino a las lecturas que representé— ampliaron el jardín de su presencia y su poesía, más vasto y perdurable que el jardín físico.
Octavio Paz murió en esa misma casa siete meses más tarde.
GUILLERMO SHERIDAN: Con motivo de la aparición de Obra poética I y de Travesías: tres lecturas, Octavio Paz ha aceptado recibirnos y hablar un poco. Esto es de agradecerse, si se considera que ha pasado por adversidades y ha tenido quebrantos de salud.
OCTAVIO PAZ: Bueno, voy saliendo de la adversidad —lentamente, pero voy saliendo— y de los quebrantos de salud. Me pareció emocionante poder hablar así sea unos cuantos minutos de este libro que recopila toda mi obra poética, no solamente de mi juventud sino de gran parte de mi vida, puesto que empieza en 1935 y termina en 1970 —el segundo tomo abarcará hasta el día de hoy—; además, estos discos que recogen —y esto también me parece interesante— una antología de mis poemas hecha desde el punto de vista del oído: no solamente de lo que leemos, sino de lo que oímos. Esto da una idea, yo creo, más o menos de lo que soy: un escritor que intenta, ha intentado e intentará siempre ser un poeta.
G.S.: Ese ser siempre poeta se percibe también en el hecho de que el primer volumen de su obra completa [1] recoge la totalidad de su reflexión sobre la poesía, sobre las relaciones entre la poesía y la vida, la poesía y la historia, mientras que los últimos volúmenes recogen la obra poética completa. ¿Calculó usted que así fuera: que el primer volumen abriese con la reflexión y los últimos recogiesen la poesía?
O.P.: No. Fue sin cálculo, pero fue en realidad algo muy significativo. ¿Qué es lo que ocurrió? Sencillamente, que, cuando comencé a escribir poemas, ya la poesía —hacía un siglo de esto, pero yo no lo sabía— estaba en una situación marginal: poco a poco, otras formas literarias, como la novela, habían ocupado espacios que antes eran exclusivos de la poesía. Yo, sin darme cuenta, al escribir reflexiones sobre la poesía, estaba escribiendo sobre lo que significa ser un poeta a finales del siglo XX y cuando se abre un nuevo milenio.
G.S.: No es frecuente que un poeta —y, sobre todo, en México (quizá el único caso parecido sea el de Alfonso Reyes)— pueda no sólo ver su obra completa reunida, sino que, además, pueda prepararla y editarla como lo hace usted en estos dos volúmenes, que por lo mismo tiene el valor agregado de sus observaciones.
O.P.: Bueno, yo nunca me propuse hacer unas obras completas. Fue un accidente de mi vida como tantos otros. En realidad, fue una ocurrencia de mi editor español, Hans Meinke, que un buen día me dijo: “Oye, puesto que estás publicando tanto y recoges cosas del pasado, ¿por qué no publicas tus obras completas?” Me pareció una idea muy difícil de realizar. Me embarqué en ella a sabiendas de que las obras completas nunca lo son. Por lo menos, espero que algunas, aunque no sean “completas”, sean realmente obras, porque lo que yo quería hacer como escritor es obras, no simplemente explosiones verbales, sino obras con una estructura, con una intención, con una dirección.
G.S.: En el preliminar del libro se tiene la impresión de que, al decidirse a reunir la obra poética de toda su vida, usted sentía escrúpulos y entusiasmo a la vez. Ahora que ya la ve publicada, ¿qué prevalece?
O.P.: Lo que prevalece es cierto entusiasmo benévolo, un entusiasmo escéptico: “eso fue lo que hiciste; no estuvo mal, pero tú no eres juez para juzgarte a ti mismo”. Sin embargo, debo decirle que de estos dos tomos he excluido un volumen completo que se llama Primera instancia, que formará parte del volumen trece, con la prosa juvenil y todos los poemas que escribí muy joven —o ya no tan joven—, pero que, por una razón u otra, fueron eliminados de mis libros. Fui muy criticado por esto: dijeron que por qué lo había hecho, que renegaba de mí mismo; algunos, con mucha mala fe, atribuyeron a razones de orden político estas exclusiones. Todo esto va a aparecer ahora, pero en su contexto.
G.S.: En algunos de los prólogos usted dice algo que me conmueve enormemente: que los grandes poetas de la antología griega —a los que a veces usted ha respondido en sus propios poemas— viven entre nosotros “gracias a un puñado de sílabas”, y que usted no aspira a otra cosa. ¿No contradice esto la noción misma de obra completa?
O.P.: En realidad, sí. Pero hablo de obras completas con escepticismo: “ahí les envío este cargamento de libracos, a ver cuál de ellos naufraga y cuál sobrevive”. Eso es todo. Subrayo que no me interesa tanto que sean “completas” como que sean obras. Es una apuesta con nuestro interlocutor natural, ese personaje invisible con el que hablamos todos lo días: el tiempo. Nuestro interlocutor es el tiempo y cada línea que escribimos es una línea con, sobre, contra, hacia, por el tiempo.
G.S.: Para un poeta el tiempo también es una forma de la memoria o la memoria una forma del tiempo. Mi impresión es que el poeta no puede olvidar que el poeta está obligado a vivir su memoria continuamente. Por ejemplo, usted mencionaba a ese joven preparatoriano que hacía poemas en la década de los treinta. Supongo que, al releerlo, al incluirlo en los libros, usted habla con este joven.
O.P.: Claro que sí. Es curioso que de pronto aparezca su figura porque, en efecto, cuando yo era un muchacho, un joven preparatoriano, nunca pensé en el que podría sustituirme. La otra imagen apareció mucho más tarde, cuando empecé a proyectarme como poeta. ¿Qué quiere decir esto? Por una parte, en efecto, que la memoria actúa de una forma muy extraña, porque lo hace de un modo profético: la memoria va creando al personaje. Cuando comencé a escribir tenía muy poca experiencia, y la poesía está hecha de lo que uno ha vivido, gozado, etcétera; pero, poco a poco, al tratar de resucitar esos instantes privilegiados de sufrimiento o de placer que conmemora la poesía, fui creando a un personaje, al muchacho, al adolescente, al hombre maduro, al hombre en las puertas de la vejez, al hombre ante la muerte, al que le han pasado estas cosas. Pero estas cosas que yo cuento en mis poemas —y no yo, todos los poetas— no nos han pasado realmente, porque cada vez que la memoria trata de recordar algo, lo reinventa. Nunca es fiel la reproducción. Por fortuna, la memoria es creadora. De ahí viene la paradoja de la poesía, que es la memoria de los pueblos, pero también es aquella parte secreta del alma de cada uno y del alma de los pueblos, muy obscura y ambigua, que refleja o, mejor dicho, perfila el futuro.
G.S.: Ahora usted ha entregado el primer volumen y pronto vendrá el segundo de —digamos— un paquete de existencia completa. Pocos hombres pueden entregarse de una manera tan cabal como un poeta, y a quien se entrega es a los lectores. Baudelaire se refiere a ellos como “los hipócritas lectores, mis iguales”; usted dice que quiere comulgar con esos “desconocidos”. ¿Quiénes son los desconocidos a los que buscan estos libros?
O.P.: Esos desconocidos soy yo mismo, pero ya desaparecido, sin el peso terrible de esas pocas sílabas: Octavio Paz. Ese desconocido que no tiene nombre propio, pero sí existencia, una realidad que es una invención: no existía antes de que yo escribiese. El poeta es el inventor de su propia existencia, de su propia figura, de su propia imagen.
G.S.: ¿Y piensa en los otros desconocidos, los lectores?
O.P.: Claro que sí. Nunca he tenido el desdén estúpido por el lector ni he padecido dos supersticiones comunes en la secta literaria. La primera es la superstición de la mayoría: pensar que los buenos escritores son muy leídos y muy citados. No lo creo. En general, la mayoría tiene mal gusto y muchas veces los escritores muy leídos son escritores bastante secundarios. Pero tampoco creo en la otra superstición, la de los exquisitos, que creen que la poesía es para una minoría de elegidos y de escogidos. No; yo creo que la poesía es de todos y de nadie. La mejor definición sobre lo que significa ser un poeta escogido la dio Juan Ramón Jiménez cuando dijo que sus libros estaban dedicados a “la inmensa minoría”. Eso es lo que yo creo. [2]
G.S.: Villaurrutia dijo que la poesía era para todos, con la condición de que todos fuesen unos cuantos…
O.P.: Sí, bueno, eso es más aristocrático. Lo que yo creo es más modesto y, quizá, más romántico. Lo que yo creo es que el poeta inventado por cada uno es un don Nadie. Es decir, creo que todos tenemos una personalidad propia, única e inconfundible, y, al mismo tiempo, se confunde con el viento, con los pasos en la calle, con los ruidos de la otra esquina, con el silencio de la memoria, que es la gran fabricante de fantasmas.
G.S.: ¿Le parece que ahora hablemos un poco de los discos?
O.P.: Con mucho gusto. Siempre he pensado que la poesía no está hecha de letras, como las novelas, sino de palabras; es decir, de algo que se oye. Por eso la gente puede —o podría, si fuese más civilizada— ir a oír conciertos de poesías, pero no, porque es imposible, conciertos de novelas. La atracción de la novela es muy distinta a la de la poesía. La propuesta de mis editores españoles de realizar un álbum con tres discos compactos me dio la posibilidad de reunir en tres horas de palabras, de sonidos, de armonías y desarmonías, lo que más me interesa de mi obra. No lo mejor (yo no sé qué es lo mejor y no creo que un poeta pueda ser juez de lo que escribe), pero sí lo que me interesa en este momento, porque mañana puedo cambiar de opinión. Entonces dividí estos discos en tres pequeños libros.
El primero se llama Mi casa, mi gente, mi tierra. Ahí está mi pueblo, Mixcoac, que ahora es un municipalidad de la Ciudad de México; los colegios en los que estudié; los niños con los que jugué, me apedreé o, al contrario, me abracé; las muchachas que entreví; los jardines, los basureros; y, también, las ausencias, los años de ausencia. He vivido años y años fuera de México, y cada que regreso ha sido una sorpresa. La última fue dolorosa, porque vi la consumación de la destrucción de la Ciudad de México. Creo que las ciudades resucitan; creo que México va a resucitar, pues la he visto nacer y renacer y morir muchas veces. Uno de los temas de esta primera sección de mi antología es las resurrecciones y los renacimientos de la Ciudad de México.
El segundo apartado, Decir: hacer, reúne varios temas. Está hecho con algunos poemas muy largos, como "Piedra de sol", que dura casi media hora, y otros que duran instantes. Por ejemplo éste, que habla de la memoria:
Aquí
Mis pasos en esta calle
resuenan
en otra calle
donde
oigo mis pasos
pasar en esta calle
donde
Sólo es real la niebla.
La tercera parte es la que más me interesa. Se titula Eros y está dedicada a los poemas de erotismo y de amor que he escrito. Distingo entre la palabra erotismo —en la cual la sexualidad tiene un color imaginativo: es la imaginación del amor— y la palabra amor —que supone un sentimiento menos universal, mucho menos compartido por los hombres—.
G.S.: De hecho, esta sección comienza con un fragmento de La llama doble.
O.P.: Bueno, en mí, la actividad intelectual ha sido paralela a la actividad creadora. Al final de mi vida se me ocurrió escribir un libro de poemas que creo que es lo mejor que he escrito: Árbol adentro; en la última sección de Árbol adentro, hay algunos poemas breves que me gustan mucho, poemas de amor y de erotismo para mí tan interesantes como algunos de Ladera este, otro de mis favoritos. Y junto a esto escribí unas reflexiones sobre el amor. Quiero decir que nunca he podido desligar completamente lo que siento de lo que pienso. Creer y pensar son para mí actividades paralelas, muy cercanas una a la otra. Quizá podría leer uno de estos poemas de amor, uno que también es un poema realista. Se llama “Antes del comienzo”. ¿De qué? Antes del comienzo del día. Se trata de una pareja. Es el amanecer. Todo está oscuro. Todo está dormido. Ellos están dormidos. El mundo está dormido:
Ruidos confusos, claridad incierta.
Otro día comienza.
En un cuarto en penumbra
Hay dos cuerpos tendidos.
En mi frente me pierdo
por un llano sin nadie.
Ya las horas afilan sus navajas.
Pero a mi lado tú respiras;
Entrañable y remota
fluyes y no te mueves.
Inaccesible si te pienso,
con los ojos te palpo,
te miro con las manos.
Los sueños nos separan
y la sangre nos junta:
somos un río de latidos.
Bajo tus párpados madura
la semilla del sol.
El mundo
no es real todavía,
el tiempo duda:
es cierto
el calor de tu piel.
En tu respiración escucho
la marea del ser,
la sílaba olvidada del Comienzo.
Todos los días comienza el mundo. Todos los días, una pareja despierta y descubre que comienza el mundo.
G.S.: Caray, Octavio, después de esto siento que agregar cualquier cosa sobraría…
O.P.: De ningún modo.
G.S.: Escucho en este hermoso poema que usted dice “mirar con las manos” y no puedo dejar de pensar que estos discos nos permitirán leerlo con los oídos. Y, de alguna manera —no es la primera vez que usted graba sus poemas, pero creo que es la ocasión en que mejor se ha hecho—, la experiencia nos permite a los lectores leer con los oídos, acercarnos a la poesía desde su pacto original, el que consiste en que un poeta habla y un pueblo escucha.
O.P.: Usted lo ha dicho: la poesía nace de un pacto y ese pacto funda a la humanidad: el hombre que habla y el hombre que escucha. En el poeta mismo se da esa dualidad. Cuando escribe, el poeta está escuchando. Pero no se escucha a sí mismo —y si cree que se escucha a sí mismo es un tonto—: está escuchando la voz de su lengua, está escuchando el idioma. Y, si está escuchando el idioma, está escuchando a sus padres, a sus hermanos, a sus novias, a sus muertos, al muerto que él va a ser un día. A todo esto.
G.S.: Al escuchar poesía sin leerla, o al leerla sin escucharla, ¿qué se gana y qué se pierde? Si estoy escuchando sus poemas sin tener el texto ante los ojos o si leo los poemas sin tener su voz en el oído, ¿hay alguna diferencia?
O.P.: Sí. Es una tarea creadora. Cuando usted lee el texto sin oírme, tiene que inventarse una voz. Inventa una voz. Nunca nadie lee los poemas de un modo silencioso. Todos, al leer un poema, lo leemos en voz alta, aunque no se oiga un ruido, porque es una voz imaginaria la que habla. Leemos con imaginación. Lo contrario también es verdad: cuando oímos un poemas estamos oyendo el texto escrito.
G.S.: ¿A usted le gusta decir su propia poesía en voz alta?
O.P.: No siempre. No me gustaba antes. Tenía el prejuicio de que no era importante. Sin embargo, tuve influencias que modificaron esto: los poetas anteriores a mi generación, los poetas del grupo Contemporáneos, eran muy amantes de leer su propia poesía en voz alta. Lo mismo les pasaba a los españoles. A Neruda también le gustaba leer en público. Yo pertenezco a esta tradición: ellos fueron mis amigos, algunos fueron mis maestros, mis compañeros, y a todos ellos les debo algo de la funesta manía de leer en público.
G.S.: No me parece, desde luego, ni manía ni funesta. Creo que, hablando de tradición, los discos y los libros aparecen en un momento especialmente importante de nuestra tradición poética. La suma de los libros y su voz constituye un eslabón que garantiza la salud de la poesía mexicana en este siglo y, a la vez, que fortalece este eslabón, le da creatividad e higiene para continuar en el milenio que se acerca.
O.P.: Espero que continúe. Yo me siento muy identificado con la historia de la poesía mexicana, con su historia real. Y aun con su historia anecdótica. Por ejemplo, yo tuve una tía, y a las señoritas de aquella época les gustaba que los poetas les escribiesen sus poemas en álbumes llenos de flores y de adornos. Y uno de los poemas que se me quedó grabado fue un poema que Gutiérrez Nájera le dedicó a mi tía. Era un poema sentimental y humorístico, divertido y muy bien hecho; pero lo que más me interesó quizás fue no tanto el poema mismo como la grafía, los rasgos de escritura de Gutiérrez Nájera: una escritura redonda, clara y nerviosa, como un bólido saltando sobre una pradera.
G.S.: La caligrafía y las iniciales miniadas son cosas que pueden desaparecer. Pero en sus escritos usted ha reafirmado su fe en productos como los discos compactos o las nuevas tecnologías —de hecho tiene usted un largo ensayo sobre el tema—. [3] ¿Piensa que esos medios colaborarán a que la poesía recupere su condición de juego, de ceremonia?
O.P.: Yo creo que sí. No olvidemos que la poesía es juego y que hay que saber reírse con los poemas. Aquel que no sabe reírse con los poemas no sabe lo que es el poema. Pero también es ceremonia: un acto que nos arranca de la realidad inmediata y nos somete, nos sumerge, mejor dicho, en otro tiempo. Y puesto que he mencionado la palabra tiempo, y la palabra tiempo es fundamental en mi pensamiento, quiero decirle, una vez más, que para mí la poesía no es sino tiempo, y que, siendo tiempo, es muchas cosas: es juego, es rito, es ceremonia, pero es, sobre todo, apuesta. El juego es una apuesta: estamos apostando con nosotros mismos y con nuestra vida. El juego es la apuesta vital por excelencia. También la poesía es una apuesta vital. Y creo que con esto podemos terminar nuestra charla ¿no le parece?
G.S.: Como usted diga. Hay que agradecerle muchísimo su tiempo, Octavio, la hospitalidad de su poesía, la de su casa.
O.P.: Bueno, mi casa que no es esta que vemos, pues es transitoria. Pero sí la poesía, que es “la casa de usted”.
[1] La casa de la presencia. Poesía e historia, México, Círculo de Lectores, 1991.
[2] Sobre esto véase “Los pocos y los muchos”, ibid., p. 535
[3] “La nueva analogía: poesía y tecnología”, en La casa de la presencia, p. 299.