En la mirada de otros

En la mirada de Andrés Iduarte

Andrés Iduarte

Año

1931

Tipología

En la mirada de otros

Temas

Los años en San Ildefonso

Lustros

1930-1934

 

Andrés Iduarte

Andrés Iduarte Foucher (Villa Hermosa de San Juan Bautista, Tabasco; 1 de mayo de 1907 – Ciudad de México; 16 de abril de 1984) fue profesor en la Escuela Nacional Preparatoria en el periodo en que Paz y Los Barandales estudiaron en el plantel.


          Esta es una selección de sus recuerdos de aquellos años. (AGA)


  

En México 

La Facultad de Derecho […] No me gustó, nunca, tanto como la Preparatoria. […]En la Universidad varios jóvenes brillantes, en su mayoría líderes del vasconcelismo y de la autonomía, me recibieron muy bien. Mi más íntimo amigo lo fue Herminio Ahumada, que pronto emprendió el viaje a Europa, pero no sin dejar hecho un contacto perdurable en el Centro de Lecturas y Conferencias que se reunía en casa de mi tío Antenor Sala, a quien irrespetuosamente llamábamos don Antesala. En primer término estaban los líderes mayores en edad y en saber y gobierno, Alejandro Gómez Arias, joven de agilísima inteligencia y de prodigiosa palabra a quien había yo ardientemente elogiado en ocasión del primer concurso nacional de oratoria de 1926, y Salvador Azuela, talento equilibrado por un noble juicio y un discurso tan enjudioso como emotivo, con el que me unía una cordial amistad, realzada por mi vieja admiración por la obra de su ilustre y amado padre, el novelista Mariano Azuela. Entre ellos estaba Efraín Brito Rosado, campechano por el origen y el temperamento, de familia entrecruzada en el sureste con la mía, sobrino del doctor Mestre Ghigliazza, orador fogoso y batallante natural en el camino parlamentario. Con otros jóvenes y no menos valiosos iba a tocarme convivir diariamente durante tres años, converger hasta la ternura y discrepar hasta la intemperancia, sostener una polémica escrita y oral con Manuel Moreno Sánchez, mente lúcida y vital, inclinado a la acción política, y con Andrés Henestrosa, el más escritor de todo el grupo, dueño de una originalidad verbal y una gracia nativa de sus rincones oaxaqueños y de sus lenguas tehuantepecas, legítimo heredero de la chispa y la sátira mexicanas. 


          Todos me recibieron muy bien; pero —ya se ve— no pertenecí a ese grupo: venido de otros mundos, creía yo que dos años me daban derecho a sentirme una variante, algo nuevo y peregrino. A otros jóvenes los descubrí después, bajo la guía de don Pedro de Alba. 

Excélsior, 25 de noviembre, 1961. 

 

En la Preparatoria 

La clase de historia general que di en un salón del primer patio de la Escuela Nacional Preparatoria, en el primer piso, el número 27, es la que más recuerdo, quizá porque allí, cinco años antes, seguí los cursos del maestro Osorio Mondragón, de don Ezequiel Chávez, de Jorge Quijano, de Palma Guillén. ¿Año de 1930, o 1931, o 1932? Eso sí es cosa que a nadie puede importarle… Allí veo sentados a adolescentes más capaces que su casi adolescente profesor, y no digo la palabra maestro con que el estudiante mexicano premia la noble tarea porque al que fui no le corresponde. […] 


          Pasaba don Pedro de Alba hacia la Dirección de la Escuela, y a la puerta de ella, o en cualquier ceremonia del Anfiteatro o del Generalito, donde, como por casualidad, nos sentaba a su lado, o en su ejemplar casa de Coyoacán […], nos hacía en voz baja sus recomendaciones, y las remataba con una risa dulce y, cuando creía que se había excedido, con una risa repetida y corta, como llovida. Y hablaba luego de cualquier otro tema. Nunca fue un magister dixit. 


          Aquella Preparatoria de don Pedro era un imán: a sus cursos y a sus corredores llegaban muchachos de otras escuelas, de otras ciudades, de los pueblos más lejanos. Al poste, como en la vieja Universidad, se ponían los profesores después de sus clases: junto a los sólidos pilares aprendimos tanto, si no más, que en las aulas. Y luego seguíamos a los maestros, yo entre los alumnos como en años anteriores, puesto que en verdad seguía siendo uno de ellos, hasta la puerta de sus casas. 

Excélsior, 16 de diciembre de 1961.

 

“Los Barandales” 

También veo en primera fila de la clase a Octavio Paz: ojos claros, cabello rizoso y oscuramente rubio, fina tez con saludables colores de altiplanicie, algo de nórdico en el ensueño de la mirada y otro poco de mediterráneo en la pasión de la palabra y la estampa apolínea, llovido del cielo y mexicano de la tierra, prodigioso injerto de lo mejor de fuera y lo mejor de dentro, arquetipo de la élite joven de entonces y de la madura de nuestros días. Tímido, o más bien ya refrenado, con explosiones pronto suavizadas por la mucha y la mejor lectura, inteligencia penetrante hasta la duda y sensibilidad doliente hasta la desolación, espontáneo y confidencial en la entrega de su corazón y en seguida torturado y distante hasta la hosquedad, enriqueció todas sus excelencias en una vida tan honda como versátil. Y consagrado a la tarea literaria aun en medio de los remotos peregrinajes a que lo llevó su ansia intelectual de goce y sabiduría, ganó por propio derecho uno de los primeros nombres de la poesía contemporánea. 


          No exagero si aseguro que don Pedro de Alba previó desde entonces y confirmó después todos los días, el alto vuelo de aquel adolescente:

A éste no le molestemos para nada, Andrés. Que hoy nos quiera y mañana nos deje de querer, no importa: tendrá sus razones ocultas, las ocultas razones que nosotros no entendemos. Va a ser un gran escritor, y cuanto quiera ser. ¿Ha visto usted el último Barandal


          Y don Pedro se extendía en comentarios admirativos de la nueva revista preparatoriana, una de las más ágiles, si no la que más, de los tiempos en que fuimos estudiantes o profesores, claro augurio de una generación excepcionalmente bien lograda. 


          Al lado de Octavio Paz de la primera fila de aquella clase —se habrá ya observado que no los llamo “mis alumnos”— se destacaba Salvador Toscano: pelo negro y corto, cara seria, mirada viril, inclinado entonces a intervenir con bravas palabras y atrevidos actos en la política nacional, muy versado en la Revolución Mexicana, maestro de todos nosotros en el retrato de sus hombres olvidados y el elogio de sus inéditas hazañas, ya fervoroso y metódico estudioso de la arqueología y el arte —en los que alcanzaría temprana y madura gloria—, muchacho felizmente privilegiado por el hogar culto y sabio… 


          Me decía don Pedro:

A Octavio, a Salvador, a Rafaeilto, a Vega y a todos los de primera no les pida usted que escriban, hablen sobre tal o cual cosa, ni se empeñe en que presenten sus reconocimientos… Nomás converse con ellos, vea lo que estudian, lean juntos… Eso no es sólo justo sino atinado porque, al fin y al cabo, harán siempre lo que quieran. Y hay que dejarlos, porque valdrá mucho cuanto se les ocurra… 


          El Rafaelito de que hablaba don Pedro era Rafael López Malo, rubio y colorado, inteligente y emotivo, cerca siempre —como yo— del rapto mental violento, pero con finas maneras de la capital y muy bien trabado discurso, en el que ya me sentía su marcha hacia la liza jurídica. Y también a la social: su pasión contra la injusticia organizada era ardiente y a la vez severa, sin perdón para los satisfechos ni para los blandos, sin cuartel para los ricos ni para claudicantes, hija de la vida y la poesía de su noble padre.

No me precipite a Rafaelito, Andrés, sino deténgamelo… No cree mucho en mí porque, por mi amistad con su papá y mi trato con toda su familia, me ha visto en pantuflas, conoce mis defectos, y no me hace caso. De ese muchacho volcánico ocúpense usted solito. 


          El Vega que don Pedro mencionaba era Raúl Vega Córdova: mexicanísimo por la melena lacia y larga, que asaetaba sus ojos vivaces y maliciosos, y por el bigotillo desperdigado y casi invisible que quería adornar el prominente labio, muchacho revoltoso por dentro y por fuera, diario practicante de la polémica política y de la conversación tempestuosa que desemejaba su cuerpo flaco y elástico, lanzaba discursos y desencadenaba broncas que en clases y corredores nos llenaba de miedo hasta que los terminaba con una sarcástica carcajada o con alguna salida de tono, deliberadamente caricaturesca, legítima precursora de las del mejor Cantinflas. A mí, sobre todo a mí, se me engallaba hasta enfurecerme, y cuando más furioso me veía, se burlaba impunemente de mi intemperancia:

Pero ¿por qué se enoja…? Eso mismo que está usted diciendo, lo dije yo hace diez minutos. No más me está usted robando mis ideas. Sólo que, como salta las trancas, no se da cuenta de que es usted mi discípulo. 


          Y se quebraba de risa hasta el suelo, con esa risa mexicana, india, de la que Gabriela Mistral ha dicho “que mofa y que consiente”. 


          Otros de “los Barandales” de que guardo más grata memoria es Humberto Mata, sereno y calmo como correspondía a su robusta contextura: y no menos grata la guardo de Arnulfo Martínez Lavalle, poeta fino y delicado que, como yo, tenía sus manantiales familiares en Campeche. […] 


          También veo en todos los rincones de la escuela a Roberto Atwood, organizador de grupos obreros y campesinos con tenaces y apostólicas virtudes de líder, y a otros que tiempo después alcanzaron los puestos más prominentes de la república. 

Excélsior, 23 de diciembre de 1961. 

 

De otros adolescentes 

El escritor político de aquella adolescencia fue Enrique Ramírez y Ramírez. Desde aquí lo veo: delgadito, pequeñito, de fino y pálido rostro en el que se destacaban unos ojos penetrantes, hondos y quietos, ventanas de su precoz y bien ordenado talento. Usaba una cachuchita gris hasta las negras cejas, a veces ladeada en forma muy de petit parisien o, mejor dicho, de petit mexicain. […] No se sentó nunca en mis clases. O recuerdo en los corredores de la Preparatoria y en el salón del Consejo Universitario. […] 


          Mi simpatía gremial por los escritores me trae también el recuerdo de otro adolescente, José Alvarado, regiomontano siempre, que escribía en una prosa ya excepcionalmente bien gobernada, de trazo ágil y de lengua impecable, y en quien el corazón dulce y la comprensión de todos eran su mejor excelencia, con ser las otras tan buenas. 

Excélsior, 30 de diciembre de 1961. 

 

En 1937 

En París [Paz y yo] volvimos a encontrarnos, cuando el corazón generoso lo llevó al ensangrentado ruedo ibérico: allí floreció su poesía fina y recatada, inquieta y honda. “No pasarán”, repetía cuando el mal pasaba y traspasaba a España; y al repetirlo, lo detenía y lo destruía, como la juventud y la fe detienen y destruyen siempre, dentro del propio pecho y en el de los demás, a las furias negras del mundo. Cantó allí su “elegía a un hermano muerto en el frente”, conmovido ante el hombre del pueblo que caía por el pueblo y por el hombre. Creía lo que decía, y lo decía hermosamente, entre rayos y truenos. No en balde los conocieron sus padres mexicanos, ni en balde él nació viéndolos y oyéndolos en aquella otra lucha violenta y piadosa que fue la Revolución Mexicana. 

 

En Estados Unidos 

El tercer recuerdo está en Nueva York, punto de cruce que el joven ya bien plantado en la tierra, a cuya poesía de comunión y de soledad agregaba el conocimiento de otras literaturas. Un mundo mayor se hizo, y se lo llevó, purificado en las letras inglesas y norteamericanas. Y ya en función de diplomático de nuestro país —que ni perdía ni pierde al acierto de hacer oír su voz ante quienes la tienen—, se fue a vivir, a vivir de veras, Francia, buena parte de Europa y de Asia, hasta la India y el Japón. Buscaba afanosamente el fiel de la balanza, no en turista compás de pies, si no con el oído y el corazón apretados a las tierras volcánicas y ardientes. Sin desentenderse del deber diario, del estudio jurídico, del mitin internacional, no dejó nunca de escribir poesía, fiel a su esencia, leal a su gran deber. 


          Exigente, aparta lo que le parece “drama de colegio” —¡qué buen colegio, qué poco drama en su caso!—, cuanto severamente cree deleznable. Pelea consigo mismo, no solo con todos los demás y saca el mejor grano al estrujarlo, al exigirse más, en la poesía de A la orilla del mundo, de Libertad bajo palabra, de Águila o sol, de sus poemas en prosa, de Semillas para un himno; y no menos en sus ensayos El laberinto de la soledad y El arco y la lira, de fecha muy reciente. En La hija de Rapaccini, obra de creación, no solo versión personal y originalísima, que acabamos de ver apenas en la Revista de Literatura Mexicana de la nueva y brillante generación de escritores de México; en la que de las letras japonesas tiene en prensa; en los ensayos Las peras del olmo que ya vienen, y en sus poesías completas que repetirán el significativo título de Libertad bajo palabra. 


          Sólo he citado los títulos que él me ha permitido; pero yo me atrevo a decir —tras de revisar su rica bibliografía en la que se lleva en esta Casa Hispánica— que se cuentan por decenas los de poemas; otro tanto los de trabajos de crítica y estética, en los que hay siempre el empeño de encontrar, y muchos hallazgos más sobre nuestras letras y nuestras artes, desde Alarcón y Sor Juana hasta Othón y Tablada, y más acá hasta Villaurrutia y Tamayo, y en donde no descuida ni la novela ni la pintura, y menos nuestra poesía cuya historia y cuya antología le deben muy valioso esfuerzo en español y en francés; muy numerosos sobre España, de Unamuno y Antonio Machado a León Felipe, a Moreno Villa, a Cernuda, que no sólo plumada de paso en las revistas que ha dirigido, mi bienvenida cordial no más —que él que juzga su antología de poetas españoles contemporáneos—, sino entendimiento y análisis certeros de lo más y aún de lo menos próximo a su sensibilidad; y mucho sobre literaturas extranjeras. Inconforme, él dice menos bien de sí mismo que lo que la crítica mexicana y de todas partes han dicho y dirán de su obra. 


          Sé que le parece excesivo cuando yo digo —lo estoy viendo—, y por eso, no digo más. Lo dejo para otra ocasión, para cuando no me oiga y no me vea, y no le quede más remedio que leerme. Pero no puedo callar mi seguridad —que no es sólo mía— de que están colmados de riquezas sus cuarenta y tres años, y que su obra lo acredita en México y fuera de México como un excelente poeta, un prosista tan correcto como original, un orientador de las bellas letras y de las bellas artes y, en suma, un ministro de la cultura, en el más tentador sentido de la palabra misterio. 


          “Palabras de presentación en el Instituto hispánico de la Universidad de Columbia, N.Y., el 11 de marzo de 1957”, en Hoy, 30 de mayo de 1957.