Conversaciones y novedades

Cuatro olvidados en el "Barandal"

Guillermo Sheridan

Personas

Martínez, José Luis; Garro, Elena; Chumacero, Alí; Bonifaz Nuño, Rubén; Huerta, Efraín; Pellicer, Carlos; Novaro, Octavio; Martínez Lavalle, Arnulfo; López Mateos, Adolfo

Tipología

Investigación histórica

Temas

Los años de San Ildefonso (1930-1932)

Lustros

1930-1934

 

Raúl Vega Córdova, Octavio Paz, Arnulfo Martínez Lavalle, Rafael López Malo, Humberto Mata y Ramírez y Salvador Toscano Escobedo posan en los Viveros de Coyoacán (1931).

Las revistas Barandal y Taller configuraron una generación que, más allá de los obvios nombres de Octavio Paz, José Revueltas, Efraín Huerta y Neftalí Beltrán, se malogró en la grisura (me refiero al terreno de las letras, en el que tenían que brillar mejor, pues hubo quienes no tardaron en dejarlo por sus verdaderas vocaciones: el periodismo, la abogacía, la arquitectura, entre otras profesiones). Ya me he referido a esa generación en mis libros sobre Octavio Paz y en el prólogo a las crónicas juveniles de Efraín Huerta, Aurora roja, y regreso a ella en Breve revistero mexicano, libro que publicó el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM en 2019.

     En este último libro recojo algunas tarjetas reunidas a lo largo del tiempo sobre otros protagonistas de la generación de Barandal-Taller, es decir, los nacidos entre 1910 y 1916. Son notas sin orden ni concierto que, quizás, puedan serle útiles a quienes sí los tienen y aun a quienes ya han iniciado investigaciones, como Ángel Gilberto Adame, cuyo Octavio Paz. El misterio de la vocación [1] incluye una sección titulada “La pandilla de Barandal”, que aporta semblanzas de Raúl Vega Córdoba, Rafael López Malo, Arnulfo Martínez Lavalle, Humberto Mata y Ramírez y Salvador Toscano; otro trabajo de ese libro se dedica a Rafael Vega Albela.

     No es necesario decir que la generación es, obviamente, mucho más amplia, y que los inventarios de quienes pertenecieron o podrían haber pertenecido a ella crecen según los intereses y la curiosidad de los estudiosos. Me quedo, por lo pronto, con la que propuso Efraín Huerta en su crónica de 1937, “Años de aprendizaje y alegría”, [2] aunque deje fuera a algunos, sobre todo, a Neftalí Beltrán y a Carmen Toscano (hago llamadas al pie de página sólo para los más desconocidos):

Por ahora deseo solamente dar casi todos los nombres de los que quedamos en el campo abierto pues no es llegada aún la hora definitiva del implacable balance. Desordenadamente: Mauricio Gómez Mayorga, [3] Enrique Guerrero [Larrañaga], Octavio Novaro, Rafael López Malo, Octavio Paz, Emmanuel Palacios, [4] Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, Heriberto García Rivas [5] y yo. A los anteriores tengo que agregar los nombres de Alberto Arai, Guillermo Olguín, Carlos Villamil Castillo, Enrique Ramírez y Ramírez, Ignacio Carrillo Zalce [6] y Ricardo Cortés Tamayo, dedicados a estudios literarios de otra índole que la poesía: la crónica, el artículo periodístico, el ensayo filosófico, el cuento y la crítica. En general, todos andamos entre los veinte y veinticinco años; raro el que ha cumplido el cuarto de siglo. De los poetas señalados, sólo Gómez Mayorga, Guerrero, Novaro, Paz, Quintero Alvarez, Solana y un servidor hemos publicado libros de versos con vías de adquirir responsabilidad.


   


Alberto Quintero Álvarez

Nació en 1914 en Acámbaro y murió en la Ciudad de México en 1944. Publicó Saludo de alba (1936) y Nuevos cantares y otros poemas (1942). Muy niño, sufrió una enfermedad bronquial de la que nunca se recuperó y que terminó por llevárselo a los treinta años de edad. Comenzó a escribir poesía en 1932, muy anclado en el Modernismo vesperal de Enrique González Martínez. La factura era correcta, pero sin imaginación ni gracia: nunca consiguió hacerse de una voz personal. Publicó en revistas y periódicos de su provincia hasta llegar en 1935 a la capital, con su familia, sin recursos para inscribirse en la universidad.

     He aquí un ejemplo de la poesía que escribe en 1935, asordinada y serenoide, de ésa que Ricardo Arenales habría catalogado de “porfirista”: [7]


El ocaso
La tarde se encanta de oro
sobre el piélago,
cuando los árboles lejanos y húmedos
han guardado en sus cuerpos al viento.
Las nubes se tienden hacia la noche
y ondula el suave perfil de los cerros
en viajes que todavía recuerdan
la cueva lenta de su misterio.
¿Será el humo que viene de los pajares
en el largo ladrar tardecino de los perros?

Habría sido mejor sin la estrofa final y, desde luego, sin ese último verso: ese “ladrar tardecino” deplorable que suena a parodia de López Velarde (a quien no le debía poco). Más interesante es la poesía que escribió a la sombra del eterno muchacho en flor Carlos Pellicer (como buena parte de Saludo del alba).

     Araceli del R. Álvarez Cederborg, sobrina del poeta, escribió una tesis de licenciatura, Vida y obra de Alberto Quintero Álvarez, defendida en la UNAM en 1981, la cual recoge algunos poemas inéditos más. De ella tomo la información que sigue.

     Excluido de la Universidad, Quintero Álvarez estudió oficios manuales, francés e inglés. Trabajaba con su padre para sostener a su familia. En 1935 le envía algunos poemas al doctor Enrique González Martínez, quien le contesta lo que seguramente era una carta enviada con frecuencia: “Tiene usted ‘la palabra poética’, la nobleza espiritual y la pureza de la emoción. Lo felicito y lo conmino a perseverar en su obra lírica”. Entre los muchachos, el que lo conoció primero fue Rafael Solana, quien lo llevó a conocer a los demás. Se acercó a Villaurrutia y a Torres Bodet, pero fue Salvador Novo quien le tomó el suficiente afecto para ir a su casa a cenar con su familia. En una columna, “Diario de un escritor”, [8] Novo lo evoca: “pálido, de pequeña estatura, poco locuaz”. Quintero le pidió que lo ayudara a ser publicista y Novo lo tomó como ayudante. Según este último, Álvarez escribía “versos limpios, depurados, de la mejor inspiración, que solía leerme”. Habrá que suponer que fue gracias a Novo que se hizo de un trabajo en la radiodifusora XEW. Apasionado del cine, dirigió la revista Mundo cinematográfico de 1938 a 1940. Luego trabajó para Producciones Grovas y escribió argumentos para Clasa Films, uno de los cuales, “El globo de Cantolla” —cuyo guion firmó Max Aub—, se filmó en 1943. (La película puede verse en línea: salen Mapy Cortés cantando cuplés, la inefable suegra Consuelo Guerrero de Luna y el sangrón Ernesto Alonso).

     Después de Octavio Paz, era el miembro de la generación que más respetaba Efraín Huerta. En un comentario de 1942 en Letras de México, Huerta celebra que escriba “sin ardua metafísica”:

Una obra que no invita a la complicación ni a la consulta de tremendas obras filosóficas. No digo que en la obra de Quintero Álvarez no surja a veces el tañido de uno que otro renglón de carácter filosófico; pero él, con armas blancas, con las armas de su propia capacidad de invención y de emoción, con su suave poder de adivinar a la buena, no tiene [que transitar], estoy seguro, por esos extraños mundos nacidos bajo el rigor de fragmentarias especulaciones de carácter filosófico. No creo que se deba andar rastreando traducciones de filósofos alemanes, ni considero justo que se nos haga el poco favor de hacernos leer poesía donde las interferencias pseudofilosóficas, con pretensiones ultrafilosóficas, abundan más que las frases subrayadas en un escrito de Juan Larrea. [9]

Se casó en 1940. La enfermedad empeora y debe irse con su esposa al aire limpio del campo. Tienen un hijo que muere a poco de nacer. Su situación económica empeora. De acuerdo con Efraín Huerta y Magaña Esquivel —que firmaban la “Columna del Periquillo” en el diario El Nacional con sus iniciales “EHM”—,  Quintero Álvarez les contó que "la publicidad cinematográfica no le deja lo suficiente para vivir y que prefiere ser agente de ventas de levadura, campo que ya experimentara ofreciendo a los interesados esa cosa rara que se llama antimonio". [10]

     Escribe en 1941 “La sed que se olvida” (o Nuevos cantares), mejor que todo lo anterior, pero aún blando y sin carácter. El Gobierno de Guanajuato publicó una recopilación, Poesía y prosa, que recoge sus dos libros, un poema inédito titulado “Tus ojos” y “Semblanza del llanto”, un ensayo. En su tesis, Araceli recoge otros dos poemas: “Callada urgencia” y “La tierra contemplada”. Tradujo cuatro poemas de Flaques de verre (1929), de Pierre Reverdy. ¿Por qué? ¿Quién le encargó esa tarea? No parece Reverdy atractivo para un poeta tan conservador… Lloyd Mallan, el profesor norteamericano que también tradujo al joven Paz, puso en inglés su “Fragmento amoroso”. En su tesis, Araceli recoge estos comentarios sobre su pariente:

Los mejores poemas que alcanzara a legarnos Alberto Quintero Álvarez son como una mansa petición de luz a la gracia de la Tierra. El poeta que los escribió nos recuerda a aquellos héroes de Giraudoux que ignoran la noción y la conciencia del mal, y en los que todo se encamina a vencer su rastro con su afán y su capacidad de pureza, con su nostálgica sed de retorno a los orígenes. Tienen algunos de sus poemas una frescura vegetal, una amorosa efusión y una angustia clara que son los más preciados dones de la sensibilidad de Quintero Álvarez.

José Luis Martínez en Literatura mexicana siglo XX, p. 89.

Surgió a las letras mexicanas allá por el año de 1936. Se presentó con un libro muy interesante, aunque inmaduro, llamado Saludo de alba. Contenía numerosos fragmentos poéticos, en prosa y en verso, que denunciaban una sensibilidad muy depurada y hacían esperar un estilo de gran distinción. […] Vivía por la calle de la Argentina, cerca de la Facultad de Leyes. Allí nos reuníamos a charlar, intercambiar ideas y lecturas. Desde entonces, Quintero pasó a formar parte de la redacción del Taller poético.

Rafael Solana en “Recordando a Quintero” [11]

En Taller poético, en 1936, publicó cuatro poemas. Durante el año siguiente colabora en la revista Letras de México con notas de libros, poemas e intentos por explicarse su poesía:

Ser poeta es ser testigo en acción, de sí mismo y del mundo. La amargura “inherente al arte” no es, consecuentemente, la condición del sufrimiento. Se puede llevar una vida aparentemente feliz y hacer, a la vez y en el fondo, poesía con amargura. La amargura, en este caso, viene a ser la condición del testigo. Pero no hablemos de la vida que uno hace para las relaciones indispensables, sino en cuanto muestra el rostro y revela las facciones de un experimento interior. Un testigo de sí mismo no puede sonreír ante su propia condición de mortal —la ironía es una forma de amargura— aun cuando no haya sufrido separaciones que le dañen sentimentalmente; el poeta suele dar el llanto sin recurrir al lloro. Y un testigo del mundo, ¿es posible que mire indiferentemente, digamos, la necedad sangrienta de los fuehrers [sic] corridos y furibundos?

En 1938 publica una decena de ensayos en el periódico El Popular, a donde bien pudo llevarlo Paz. Los escritos tienen los ingredientes adecuados: desprecio a la “burguesía inerte”, abominación del fascismo y admiración a Neruda. En Taller publica, entre 1938 y 1941, una docena de poemas y un par de ensayos ambiciosos: uno sobre Lev Shestov —que ya comenté en otro ensayo— y otro sobre Kafka.

     Y en 1942 se afanó en un ambicioso poema, “La sed que se olvida”, recogido en Nuevos cantares. Le hizo merecer el segundo lugar en unos “Grandes juegos florales de la República Mexicana” que recién habían fundado los exiliados españoles del Orfeó Català. El argumento que le describió en carta a su padre (según narra Araceli en su tesis) es este:

Presiento primero a Adán cuando es arrojado del Huerto, es decir, al pecador, y luego hablo de cómo este pecador puede, mediante la contemplación y el amor, encontrar de nuevo su origen perdido, y cómo no puede permanecer en él sino hasta después de la muerte del cuerpo, que es anhelo del místico, porque el cuerpo está en el Tiempo y puede encontrar su permanencia en la Gracia, que es el alma eterna. Así pues, el poema concluirá en la afirmación de que el hombre puede vislumbrar a Dios hasta donde se lo permitan su fervor y su capacidad de prescindir del cuerpo, para encontrarlo totalmente después de la muerte.

El poema es lo mejor que escribió y, en efecto, hace lamentar su muerte prematura. Ha pelechado casi todo lo que le quedaba de Modernismo (salvo sus incómodas prosopopeyas) y en algunos momentos alcanza una voz distintiva. El poema es verboso y demasiado extenso (ciento veinte alejandrinos, en ocasiones rengos), pero con momentos luminosos, como cuando Adán vislumbra su fin:

Sólo la sed se acaba cuando la tierra muere,
conviértese en desierto, sécase la esperanza.
También muere la sed cuando el agua pequeña
por secreta se olvida, por sombreada y profunda.
Algo tengo del agua de tu colmada fuente,
cuando viviente llamo la dichosa abundancia;
si es de mi cuerpo el lecho, valladar sin umbría,
adentro hay un humilde espejo para tu rostro.

En un comentario titulado “Las ostras no viven de sus perlas” (en la revista Hoy, número 60, 16 de abril de 1938, p. 59), Rafael Solana anota de qué viven los escritores: según él, Quintero Álvarez vive de contar “en la prensa y en el radio chismes cinematográficos”. Historia triste, la de Alberto Quintero Álvarez. Caminaba de librería en librería por el centro de la capital, tratando en vano de vender sus libros. Y luego, a poco de nacido su segundo hijo, fue él quien murió de pronto; dice su amigo Rafael Solana: sin siquiera darse cuenta.

     En San Francisco, California, cuando, el 31 de octubre de 1944, Octavio Paz se entera de su muerte, le escribe a Octavio G. Barreda:

Por El Hijo Pródigo supe de la muerte del pobre Beto. Me impresionó mucho. Tenía sensibilidad y talento —que desgraciadamente no pudieron madurar— y, además, buen corazón. Siempre lo vi como tras de una nube, que hacía borrosa su fisonomía y que, finalmente, acabó por borrarlo del todo. Su caso me ha hecho pensar en el triste destino de esas sensibilidades desvalidas, frustradas en cierto modo por el ambiente. Quintero nunca pudo dedicarse completamente a su vocación literaria y siempre tuvo que trabajar en cosas ajenas a su gusto. ¿Por qué El Colegio de México, que protege a tanto mediocre extranjero, con canas o sin ellas, no ayuda a los jóvenes? [12] Pienso que [Efraín] Huerta, [José] Revueltas, [Neftalí] Beltrán o cualquier otro podrían hacer cosas mejores si no tuvieran que escribir para los periódicos, para el cine o para las agencias de publicidad. No creo que sea difícil dar, cada año, tres o cuatro becas a los artistas jóvenes, ni tampoco es necesario que los favorecidos sean figuras de primer orden. Lo importante es crear un ambiente, una atmósfera de cordialidad y de trabajo. En fin, ni Quintero pudo gozar de nada semejante, ni creo que los otros obtengan algo.

 

Alberto Quintero Álvarez 


Rafael Vega Albela

Rafael Vega Albela: otra vida trágica. Trágica desde su origen en 1913, pues su madre murió en el parto. El padre falleció en 1916. Hay indicios de que sintió hacia su amigo Octavio Paz una emoción que rebasaba la amistad, lo cual pudo agravar la inestabilidad que orilló a su familia a recluirlo en el manicomio, donde se quitó la vida el 19 de marzo de 1940. Hace años, cuando comencé a estudiar la juventud de Octavio Paz, localicé a la familia. La señora Julia Rodríguez, viuda de Federico Vega, sobrino del poeta, me hizo saber que, si en la familia no se hablaba del tema, menos iba a hacerlo con un extraño. Y entonces agregó una síntesis de novela rusa: el hermano mayor siempre abominó al poeta, pues lo culpaba de la muerte de la madre; a pesar de eso, lo hospedaba en su casa hasta que hubo necesidad recluirlo pues “padecía de una psicosis que lo hacía excavar el suelo todo el tiempo”. ¿En busca de qué, de quién?

     Según el parecer de José Luis Martínez, “escribió un breve número de poemas de singular pureza” [13] (que es el tipo de lugar común petrificado con que suele despachar pronto a los otros talleristas). Paz le dedicó la serie de sonetos titulada “Crepúsculos de la ciudad” con estas palabras: “A Rafael Vega Albela, que aquí padeció”. En un comentario sobre otro amigo, “Alí Chumacero, el mago”, [14] Paz señala que escribió esos sonetos por dos razones: “mis lecturas de Quevedo” y “los paseos que hacía por la ciudad al salir del Café París” en compañía de sus amigos. Y que se los dedicó a Vega Albela, agrega, “muerto hacía poco y cuyo fin terrible recordaba extrañamente al de Nerval”. ¿Por qué recuerda Paz el suicidio de Nerval? Ambos perdieron la cordura y ambos, quizás, por la misma razón: lo que Julia Kristeva llama “el luto imposible por el objeto materno” (en su ensayo “Nerval, ‘El Desdichado’”). [15] Ambos se ahorcaron con los pies en la tierra: Nerval, en una nevada calle parisina; Vega Albela, en su cuarto del hospital. De acuerdo con Adame, que tuvo acceso a los documentos médicos, Vega Albela había sufrido una crisis que agravó “el trastorno bipolar que lo había perseguido a lo largo de su vida”: hipomanía (estado de potente euforia) contrapunteada con honda depresión.

     Su amigo Octavio Paz sufrió seriamente ese suicidio:

me dolió mucho —era mi amigo desde la adolescencia— y me hizo dudar de los poderes de salvación de la poesía. Hacía unos pocos meses apenas había escrito:

Yo no te busco, sueño,

sino a la muerte oscura
que nace a mi costado
en las orillas tiernas
de tu morir fingido.
No hay dolor ni agonía
en tus ondas serenas,
sólo mudo reposo...
Pues para vivir dolido
sobra el llanto,
y para morir sin duelo
basta el sueño. [16]

En una carta a Jean-Clarence Lambert (fechada el 3 de septiembre de 1952), en respuesta a una solicitud de información biográfica, Paz reitera escuetamente: “Uno de mis mejores amigos se suicidó, algo que me afectó mucho”, pero subraya que fue un momento definitorio de su biografía. No deja de extrañar que no se haya referido nunca más, en prosa, a esa historia.

     Entre los papeles de Antonio Castro Leal, Óscar Quiroz encontró esta nota de presentación que pudo aparecer en su antología La poesía mexicana moderna[17]

Fue redactor de la revista Taller y uno de los poetas más puros de la generación de Efraín Huerta, Octavio Paz y Alberto Quintero Álvarez. Pasó silencioso por la vida sin nada en su apariencia que lo señalara a la admiración de los demás. Pero en su alma ardía un fuego de verdad y un amor generoso. Tenía un respeto profundo por la poesía, como se siente en la línea tan limpia y bien compuesta, tan refinada y elocuente de sus versos. En sus últimos días parece haber quemado todos sus originales, y murió, como quería, “llevando su rumor a la serena música nocturna”.

Su amigo mutuo, Quintero Álvarez, escribió una “Necrológica. Rafael Vega Albela” en Letras de México (17, 15 de mayo de 1940):

Ha muerto en forma impresionante y dolorosa. Hoy lamentamos no haber podido participar más de cerca en el acontecimiento trágico, y desesperamos ante la imposibilidad de haber intentado frustrarlo, por imprevisto. Un destino invencible se interpuso para separar su vida de la nuestra, su vida tan pura y secreta, tan allegada a nosotros. Aún nos parece inaceptable su pérdida; no queremos dejar desaparecer su figura triste y silenciosa, su voz interior, su clamor dolorido y lleno de una pasión insatisfecha y justiciera. Era un poeta entregado, apenas naciendo de una juventud amarga, apenas llegando a encontrar en la poesía una vida verdadera por encima de la sombra que desde su niñez lo envolvió.

Y en el número 10 de la revista Taller apareció una nota sin firma, conmovida y airada:

Rafael Vega Albela ha muerto por amor, por amor a la vida, por amor a un mundo podrido y malvado, que no lo merecía y en el que, sin embargo, él veía una luz. Su absoluta entrega a la muerte no es más que el testimonio de la hondura desesperada de este amor suyo. Y, por obra de ese amor, de ese silencioso, humilde e inmenso amor desesperado, su palabra perdida, segura gloria suya, dolorosa pérdida para las letras mexicanas, vivirá entre nosotros, sus fugaces amigos.

Debutó como poeta en Letras de México. Según Efraín Huerta, fue “descubierto” por Paz. Publicó algunos poemas en Taller. Hay una serie de cinco sonetos educados, superiores en todo caso a los de Quintero Álvarez y quizás a los que el mismo Paz escribía en esos años (que no son muy buenos: fríos, prosódicos, una mezcla incómoda de metrónomo y turbulencia juvenil). En los tres amigos la marca de los sonetos es más la de los Contemporáneos que la de Miguel Hernández o la de Rafael Alberti, sonetistas más cercanos a esa generación. En el caso de Vega Albela, asoma más aún la influencia de los conceptistas españoles y Sor Juana:

Amor abrió la sombra fugitiva
a clara luz y mocedad dichosa,
apartando con mano poderosa
los hierros que a la sangre hacen cautiva.
Al corazón errante, a la deriva,
trajo leve a mirar la luz hermosa,
y con dulce aguijón su paso acosa,
nutriéndole en su seno, porque viva.
¿Quién alcanzó tan armonioso estado
que no advierta fluyendo entre sus venas
cálida fuente, olvido a su cuidado?
Despierta suave el fuego enamorado
en el triste que vive entre sus penas
a tan sobrio alimento acostumbrado.

Publicó también algunos ensayos que conserva su archivo: uno sobre Franz Kafka; otro en el que se las arregla para mencionar a Balzac en relación con una novela de Rafael Solana; así como una descripción entusiasta de los exiliados españoles y, en especial, de la Editorial Séneca de José Bergamín. En un texto sobre el poeta brasileño Jorge de Lima (1893-1953), concentra una pequeña descripción de su propia actitud de poeta y cristiano:

Quisiera aquí indicar una cosa: la poesía es verdadera y reveladora en sí; no puede ser reducida a un instrumento de predicación religiosa o de cualquiera otra clase. La experiencia poética tiene un carácter privativo e insubstituible, pero en el hombre —y es el hombre eterno e incanjeable el que canta en el poeta— pueden hallarse fundidos el hombre de religión y el poeta, sin romper la unidad —de ello tenemos ejemplos extraordinarios— y es por esto que Bernanos, en el magnífico prólogo al libro de Jorge de Lima, dice, con justicia: “Que cette poésie soit chrétienne, nul ne saurait s’en féliciter plus fraternellement que moi. Elle l’est comme elle doit l’être, librement. Dieu nous garde des poètes apologistes”. [18]

Rafael Vega Albela


Octavio Novaro Fiora del Fabro

Ya he escrito, en Poeta con paisaje, algo sobre este camarada juvenil de Efraín Huerta, Octavio Paz, Ricardo Cortés Tamayo y otros muchachos de esa generación, que nació en 1910 en Guadalajara y murió en 1991 en México; que fue buen periodista; que, con Ricardo Cortés Tamayo y Paz, fue uno de los participantes en la aventura de abrir la Escuela para Hijos de Trabajadores en Mérida en tiempos de Lázaro Cárdenas; que debutó en 1935 con una plaquette titulada Sorda la sombra (editada en 1935 por Miguel N. Lira con ilustraciones de Julio Prieto); que, en 1936, publicó sus excesivamente lorquinas (más que lorquianas) Canciones para mujeres; y que, en 1937, en la editorial Simbad, dio a la imprenta Palomas al oído, posiblemente uno de sus textos menos logrado:

No recuerdo el color de tus cabellos
pero sé que son sedas perfumadas.
Nunca mi aliento fue a romperse en ellos
ni bañaron mis manos sus cascadas,
pero sé que son sedas perfumadas.

Es intrigante que unos poemas así de inmaduros, francamente escolares, encontrasen editores. Después de que Octavio Paz publica ¡No pasarán! a fines de 1936, su amigo Arnulfo Martínez Lavalle publica su propia plaquette miliciana, Oíd camaradas [sic], pero antes, me parece, Octavio Novaro publica en Taller poético (mayo de 1936) el que parecería ser el primer poema fúnebre del grupo: “En la muerte de Adrián Osorio” (un condiscípulo de Novaro y Paz en San Ildefonso, que publicó una fotografía en Barandal, muerto muy joven pero no por activismo político). El poema es curiosamente similar —en su tono para administrar el dolor— a la “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, de Paz:

Camarada cordial:
abandona un momento tu plácida muerte
y abrázate a los brazos que quisieran tenerte
y no te tendrán más.
Pondré mi mano
entre tus manos amplias, generosas,
y reiremos los dos, como reías
desde lo alto de tu noble cuerpo
cuando tú eras un cuerpo que reía.

No, no está nada mal, y menos en comparación con los poemas iniciales. Y, sin embargo, después de ese poema (como se aprecia en una recolección de su poesía, Inventario de cenizas, una edición de autor de 1964), regresó a las formas clásicas, a los sonetos mediditos y rimaditos con aliño, muy semejantes en el tono a los de sus compañeros, sobre la predecible soledad, amores anhelantes y esos saludos al alba que eran requisito generacional:

Como el cielo del trópico se irisa
y desciñe sus gasas volanderas
que tremolan las gárrulas palmeras
cuando el alba sus pífanos avisa,
así rompe mi pecho tu sonrisa
y se esparce en mis íntimas praderas
recorriendo las pardas sementeras
con rumores de miel que se desliza.

Lo demás es tenazmente mediano. Estampas familiares de sentimentalismo tan sincero como edulcorado, con manchas de Luis G. Urbina; himnos a los bosques enfáticos por los que pasa Díaz Mirón:

Convicto de su muerte,
encubridor y cómplice del hacha,
me miro yo en ese árbol degollado
que ahínca entre los fósiles esteros
sus ramas subterráneas.
Yo soy como aquel árbol mutilado,
sin manos ya para invocar al cielo,
que avanza hacia los antros infernales
sus podridas raíces de veneno.

El libro, lamentablemente, carece de fechas, por lo que es difícil adivinar a qué décadas corresponden. En algún momento —supongo que por los años cincuentas—, giró hacia un cierto expresionismo en versos blancos, con un aire de familia con Chumacero o Bonifaz Nuño:

Estas son nuestras bodas.
Arras te doy de semen
Y una mueca por todo juramento.
Regocíjate, alma, que esta noche
Me arrancaré otra vez
—¡la última, la última, la última!—
la levantisca flor de los deseos.

Dos imágenes. La primera es una crónica juvenil [19] de Efraín Huerta, de 1939: 

Refugios

…la pléyade de poetas se ha visto obligada a buscar refugio contra los bombardeos de desprecio y falta de atención. Uno de ellos, fundado recientemente, abriera sus acogedoras puertas por el rumbo del teatro Hidalgo, precisamente en Regina y primer callejón de Mesones, con el benefactor nombre de Casa del Artista, y funcionando decorosamente con directiva, salas de exposiciones, casino, bibliotecas, salón de actos y demás compartimientos imprescindibles para el mejor desarrollo de una actividad desinteresada y optimistamente noble. 

En martes...

“En martes, ni recites ni te embarques” podría decirse por ahí envidiosamente. Pero no hay caso. Los martes son días de recitales en la mencionada institución. Días de embarcarse en la azarosa aventura de contentar los oídos de medio centenar de fieles. Octavio Novaro logró hacerse escuchar ahí por un escogido número de concurrentes, leyendo, en los ratos que el pianista y compositor Mauricio Muñoz le dejaba libres, varios de sus poemas, de los mejores precisamente, ante el aplauso y el júbilo de los oyentes. Pero de Novaro, que poco o nada tiene que ver con el grueso de los componentes del mencionado recinto artístico, tengo algo muy especial que decir, y aparte.

Sonetos y romances

Seis sonetos leyó Octavio Novaro el martes 10 de octubre. “Invocación a Guillermo Apollinaire”, “Preámbulo del amor”, “La palabra esperada”, “La mirada”, “El regreso” y “Alegría de la muerte”. De todos ellos encargose la crítica a su debido tiempo, lo único que aquí puedo decir es que el primero es el más logrado y que, en general, todos guardan la compostura necesaria. Pero no es en el soneto donde la gente quiere, insiste en ver al mejor Novaro. Sobre esto se ha formado cierta confusión que muy mal haría yo en intentar aclarar. La confusión es parte integrante de la aureola del poeta.

Una mayoría, un tanto insincera, […] se empeña en definir a Octavio Novaro como el autor de varios romances publicados con el nombre de Canciones para mujeres. Aquí el error. Hace tiempo, Rafael Solana rompió una lanza contra la muralla granítica levantada por los defensores de esa forma poética. Inútil. A todas luces inútil enfrentarse a quienes prefieren, por pura pereza, una composición donde la poesía se aparece en su estructura más endeble, más intrascendente y perecedera. Hablo, claro, del romance entre frívolo y juguetón que hace Novaro. La pugna continúa, amortiguada, dándole poco a poco la razón a Solana. 

Elegías

Otro es el caso cuando de “Elegías” se trata en la poesía de Octavio Novaro. En el Taller Poético número uno, creo, apareció "En la muerte de Adrián Osorio", un poema que siempre ha sido clasificado como sencillamente bello, tanto por su sobria estructura como por la emoción de que está cargado. Ese poema, digo, define al verdadero Novaro. La prueba la tuve el martes del famoso recital, en que el poeta leyó su “Carta a nadie”, que es uno de esos poemas extraños y sorprendentes raras veces logrados. En la “Carta a nadie”, Novaro se encuentra nuevamente entre las materias vegetales a las que es tan afecto. La naturaleza del poema es eso: pura naturaleza encerrada entre el llanto incomprendido del que llora un bien malogrado. Un vegetal mustio, entristecido, es el tema sobre el que gira todo el dolor de la elegía. “A la memoria de don Carlos Pellicer” es poema de otro estilo. Menos grave, más suave y cariñoso, sin la reciedumbre de la “Carta”.

Según José Luis Martínez, en su catálogo de lugares comunes, fue Novaro un “poeta de efusivo y amoroso acento, cuyo mejor libro es Sorda la sombra”. [20]

     En la columna “El espejo indiscreto” de El Nacional (otra, me parece, que puede deberse a Magaña Esquivel y Efraín Huerta), el 8 de marzo de 1940 se relata que Novaro abre una librería en el 74 de la calle de Madero, en el centro de la capital (al parecer, se llamaba así nomás: La Librería); al mismo tiempo, inaugura junto a Julio Prieto su editorial Mundo Nuevo:

Cuando cumplidas sus labores el poeta baja al centro de la ciudad, atiende a los compradores, explicando las excelencias de la mercancía, escribe circulares, solicita catálogos y canjes. Juntas, la dicha y una zozobra de que sus afanes se frustren, pueden transparentarse en sus palabras mientras cuenta a sus amigos las circunstancias que precedieron al establecimiento. Mundo Nuevo, que así se llama su imprenta, ha iniciado ya sus ediciones, dignas, discretas como corresponde a una empresa en manos tan discretas.

En una carta a Elena Garro enviada de Mérida el 18 de marzo de 1937, Paz narra los conflictos que los jóvenes misioneros de la política educativa del presidente Lázaro Cárdenas deben resolver para echar a andar la Escuela para Hijos de Obreros. (He narrado ya esa aventura en mis libros sobre la vida de Octavio Paz.) Tenían problemas con los gobiernos locales y, sobre todo, con el Sindicato de maestros, que hacía todo para impedir que la escuela funcionara. Escribe Paz:

La política más sucia domina todo y no es extraño que salgamos todos expulsados de esta colonia del imperialismo mexicano; desde luego Cortés Tamayo parece que tendrá que irse si los sindicatos de maestros continúan en su actitud, y no es remoto que renunciemos todos. Parece, sin embargo, que todo se arreglará, pues Novaro se ha portado muy inteligentemente, con un gran decoro y dignidad, al mismo tiempo que con mucha mano izquierda. Estoy verdaderamente espantado de Novaro, de su rara capacidad para los negocios, de su frialdad y obstinación, de su silencioso, tenaz egoísmo y, sobre todo, de su habilidad para aprovechar las situaciones y los hombres. Tiene un doble fondo de seguridad, cálculo y sagacidad que no me simpatizan, pero que admiro y envidio. Algún día te contaré todo esto.

Recordé ese párrafo al enfrentarme con el hecho de que Novaro acabó su vida de poeta escribiendo un extenso poema titulado Vigilias por Adolfo López Mateos (1969), en el que cantaba la vida y lamentaba la muerte del presidente de México, de quien fue asesor. El libro no es localizable, pero sí algunos de sus versos. Al parecer, la primera vigilia inicia de este modo:

Mexicanos al grito de que ha muerto
Aprestad los caballos campesinos y el grano de la paz.
Nos conduce no el capitán, la estatua.
No una voz. Su silencio.
¡Con las manos en alto, caminando!
No se hable más de muerte.

Otra estrofa localizable en internet —que se anticipa al famoso poema de Jaime Sabines “Algo sobre la muerte del Mayor Sabines” (1973)— se refiere a la larga agonía que padeció su amigo el presidente:

Viviste derramándote
dándote como un príncipe tus joyas.
Mueres como un mendigo,
atesorando toses, parpadeos,
yéndote como un filtro, gota a gota.
Se prohibe llorar.
Diré nomás tu nombre con los dientes,
aquí en lo más oscuro,
en donde ni Dios mismo pueda verte.
¡Qué búsqueda de muerte fue tu vida!
¡Qué hecatombe de vida fue tu muerte!

No puedo sino recordar que, en una carta a Carlos Fuentes de febrero de 1969, Paz se refiere también a la agonía de López Mateos, mas no para dolerse, sino como prueba de que en México hay “una realidad tan real que parece inventada”. Y un ejemplo de ello —dice Paz— es…

la historia de López Mateos, su mujer y su hija (¡Avecita!), sus palacios y sus millones y sus queridas. Si es verdad que poco a poco recobra la conciencia, cuando despierte sufrirá un choque tal que volverá a perderla, ahora sí definitivamente: ¡todos sus millones en manos de los padrotes de sus amantes! Hay un diablo que escribe todas estas historias mexicanas: confesemos que su justicia poética es bastante justa.

López Mateos, que estaba en estado vegetativo desde 1967, murió meses después, sin probar esa justicia. El sucesor de López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz, nombró a Novaro embajador en Suiza.

Octavio Novaro Fiora del Fabro

 

Arnulfo Martínez Lavalle

Era sobrino de Miguel Martínez Rendón, que había sido uno de los impulsores de la revista Crisol y militante del Bloque de Obreros Intelectuales (uno de los primeros intentos por sindicalizar escritores y artistas). Según Paz, el compañero Martínez Rendón patrocinó el primer número de Barandal. Ya Ángel Gilberto Adame, que hizo la adecuada semblanza en su libro, cuenta que Arnulfo nació en 1912 y que debutó como —digamos— poeta en 1930, en el suplemento dominical del periódico El Nacional, donde su tío —esto ya lo agrego yo— tenía vara alta.

     El mismo tío Miguel le publicó en Crisol una plaquette: 5 poemas sobre cinco viñetas de Fermín Revueltas (México, Editorial del Bloque de Obreros Intelectuales, 1934). Las viñetas son predecibles, lo mismo que los poemas. La primera es esta:

Bloque de Obreros Intelectuales

El poema que la acompaña dice, en parte:

Canana:

     colmilluda serpiente
     de veneno compacto.
     Latonadas escamas,
     que transformaron pechos
     en triángulos de guerra.

Cantos a la pistola (“vengadora sangrienta”), a la hoz (“arco de guerra/ en la explotación”), al sol poniente que es como “sangre que derramó una espada”, a los antepasados aztecas resucitados por la Revolución (“despertarán mis pirámides, / mis túmulos y teocallis”). Hay algunas audacias graciosas que se filtran entre los magisterios de Díaz Mirón o Pellicer:

En el espejo azul,
detrás del horizonte,
las espigas se retratan
ufanas de su erección.
Y el Campesino,
Cosechador de esperanzas,
empapa su alborozo
en las notas de un cantar.

El texto anterior es sin duda menos audaz que la siguiente canción futuristosa que apareció en Crisol (año 2, número IV, p. 451) y que ya será reciclada pronto por los profesores como una poesía futurista del pasado que descolonizó avant la lettre, etcétera. Tiene mucho futuro:

SIGLO XX
Siglo fantástico
  Siglo metálico
    Babeles monstruosas
      Enjambres de hierros movibles.
Estrellas artificiales
  de todos colores
    Productos geniales
      de Eiffel y Edison.
Siglo pragmático, siglo metálico
Rapidez grandiosa de enormes libélulas,
serpientes plateadas que cruzan llanuras
al loco compás de hélices que zumban.
Hombres de carne con alma de hierro,
que suben en grúas a la libertad!
Ya no más tiranos en el siglo XX,
¡RUGE LA TURBINA GRANDIOSA
DE LA REFORMA SOCIAL!

Es desde luego más simpático que los junios y plenilunios de la mayoría de sus compañeros tenazmente albeantes y sollozantes.

     En 1937 publicó, también en edición de autor (y, seguramente, financiado por el tío providente) la ya mencionada plaquette Oíd camaradas[21] enjundiosa reunión de poemas milicianos con algunas audaces disonancias:

Cómo cantan notas rojas
todas las gargantas mudas,
y cómo corren ríos de leche
de todos los senos cercenados.
Cómo llora el Tajo
sus olivares muertos,
y cómo riegan sus aguas
chorros de lamentos. […]
¡Trabajadores del mundo!,
cortad las ramas de todos los bosques
y juntad las hojas de salvación,
haciendo cunas rojas
para el sueño de los huérfanos.
¡Oh! Los pechos lomeríos
de las mujeres muertas.
¡Oh! Las rosas rojas
que adornan sus vientres.

Se necesita tesón para encontrar ejemplos de su poesía. Y más aún para encontrar la que merezca un comentario siquiera leniente. En la biblioteca de El Colegio de México hay un ejemplar de Ancla en el aire, una edición de autor fechada en 1949 con título huidobriano. Quizás sea el peor de todos, a pesar de no estar dedicado ya a la solidaridad obrera o a la reforma social, sino al amor:

Ya somos uno.
Fuimos sombras sin despertares,
obscuras manchas de noche
en la blanca paciencia de dos vidas.
Autómatas sombras
moviendo extremos instintivos
en un anhelo de resurrección

Después de todo esto, don Arnulfo prefirió perseverar, para bien suyo y de la poesía, en las procuradurías de la justicia, los bufetes de abogados y la cátedra universitaria.

Arnulfo Martínez Lavalle



[1] Prólogo de Christopher Domínguez Michael. México, Aguilar, 2015.

[2] Apareció en Diario del Sureste, Mérida, el 29 de junio de 1937. La recogemos en Aurora roja, p. 121.

[3] Gómez Mayorga (1913): arquitecto, escritor y poeta, participó en la revista Taller. Entre sus obras, olvidables: Vírgenes muertas (Fábula, 1934); Palabra perdida  (Taller poético, 1937) y Nombre del invierno  (Chapero, 1938). Publicó también ensayos sobre arquitectura.

[4] Emmanuel Palacios: editor de la revista Bandera de provincias, acaba de publicar su poemario Vida a muerte.

[5] El licenciado García Rivas dejó la poesía y se dedicó a enseñar y a escribir biografías de mexicanos célebres.

[6] Carrillo Zalce (1915-1985) cursó la carrera de leyes y dedicó su vida a la educación en la Escuela Bancaria y Comercial.

[7] En la revista México moderno, número 2, 1920.

[8] Revista Mañana, número 54, 9 de septiembre de 1944.

[9] “Una poesía sin mitos”, número 23, 15 de noviembre de 1942.

[10] Columna del 18 de febrero de 1940.

[11] Revista Mañana, número 53, México, 2 de septiembre de 1944.

[12] Paz se refiere a los refugiados españoles que acogió la Casa de España en 1939. Escribí sobre ese asunto en “Refugachos: escenas del exilio español en México”, que puede leerse en línea.

[13] En su Literatura mexicana del siglo XX, p. 90.

[14] No está recogido en el tomo 4 de las Obras completas, Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, pero un periódico (La Jornada, 13 de noviembre de 1996; en línea) supo conservarlo con el subtítulo “Texto leído en el homenaje a Alí Chumacero”. Es claramente un primer esbozo de “Alí Chumacero, poeta”, que sí aparece en el citado volumen (p. 292), pero sin la referencia a Vega Albela.

[15] En Soleil noir. Dépression et mélancolie, Gallimard, 1987.

[16] “Antevíspera: Taller”, en Obras completas 4, Generaciones y semblanzas, p. 99. Paz cita solamente los primeros dos versos y los últimos cuatro. Yo completo el poema a partir de la versión que se conserva entre los papeles de Vega Albela que, supongo, es la misma que apareció en Taller en febrero de 1940, unas semanas antes del suicidio.

[17] Antología, estudio preliminar y notas de Castro Leal. México, Fondo de Cultura Económica, 1953. Renata Vega Albela escribió que Salvador Novo recogió uno de sus sonetos en Mil y un sonetos mexicanos (México, Ed. Porrúa, Colección “Sepan cuantos…”, 18, 1971). Salvador Elizondo también recogió un poema en su Museo poético (México, Ed. Aldus, 2002).

[18] “Que esta poesía sea cristiana es algo que nadie podrá celebrar más fraternalmente que yo. Lo es como ella debe serlo: libremente. ¡Dios nos libre de los poetas apologistas!”. En efecto, Georges Bernanos escribió un preliminar para Jorge de Lima estando en Brasil, en 1939, como explica Frédéric Baudin en “Littérature et christianisme”.

[19] “Revista poética (2)", apareció en El Nacional el 29 de octubre de 1939. Se recoge en Aurora roja, p. 278.

[20] En Literatura mexicana del siglo XX, p. 90.

[21] Puede verse en línea, gracias a Óscar Quiroz.


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