Conversaciones y novedades

Los días en San Ildefonso

Octavio Paz

Año

2004

Tipología

Conversación

Temas

Los años en San Ildefonso

 

Antiguo Colegio de San Ildefonso

He vuelto a donde empecé
¿Gané o perdí?

“Vuelta”

Reproduzco algunos párrafos del capítulo “Los guerrilleros de la poesía” (pp. 89-162) de mi libro Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, México, Era, 2004.



Octavio Paz Lozano ingresó en 1930 a la Preparatoria Nacional, en el viejo palacio de San Ildefonso, en el centro de la Ciudad de México, a los dieciséis años de edad. Poco después, a mediados de 1931, publicó el primero de los cientos de poemas que escribiría durante sus siguientes siete décadas de vida. Otro poema, escrito muchos años más tarde, “1930: vistas fijas”,[1] resume la actitud de sus dieciséis años en los primeros versos: “No buscaba nada ni a nadie, buscaba todo y a todos”. Adolescencia: disponibilidad total. 


          El joven leía ávidamente lo que quedó de la biblioteca de su abuelo luego de su muerte y las mudanzas. Hacía tiempo que su madre había dejado de cantarle canciones andaluzas, pero seguía siendo —y lo sería mucho tiempo más— una mujer hermosa. El joven Octavio buscaba con tenacidad la atención de su padre, el abogado, un remolino de agitación política y ebriedad. Su sentido de la justicia le parecía fascinante a su hijo, que se interesaba en su trabajo, escuchaba sus lecciones de derecho agrario, lo miraba atender a los indios que llegaban a su casa, lo escuchaba evocar a Zapata con sus amigos. Su hijo le arreglaba el escritorio al mediodía y a veces le ayudaba, tomando en dictado cartas o análisis jurídicos. 


          El muchacho ya está “en guerra con el mundo” y es “frágil armisticio la lectura”.[2] Había pasado de Dumas y Constant a Balzac y, al llegar a los dieciséis, aún más lejos: Los Episodios nacionales de Galdós lo atrapan para siempre. Y Dostoievski, Tolstói, Turguéniev (su Primer amor “me produjo una explicable turbación: ¡un adolescente que se enamora de la querida de su padre!”).[3] 


          Paz llegaba temprano al centro, desde Mixcoac. Leía en el largo viaje del tranvía y procuraba seducir señoritas. En ocasiones, al subir al tranvía en la mañana, veía entre los pasajeros a un señor ya mayor de apellido Phillips cuya amante, forrada y coquetona, lo tantalizaba hasta que se bajaban en San Pedro de los Pinos. Paz llegaba al Zócalo y caminaba el par de cuadras hasta San Ildefonso. Que la escuela fuese prolongación de la calle agitada era uno de sus atractivos. Paz disfruta su solemnidad ciclópea en el ruidoso corazón del barrio estudiantil, su vecindad con Mascarones, con el Palacio Nacional, la Plaza de Santo Domingo. Ya dentro de la escuela, le agradan los largos corredores, los patios espaciosos, las columnatas airosas entre los frescos de Charlot, Fermín Revueltas, Rivera y Orozco. Y, desde luego, le emociona llegar a sus clases con Pellicer,

que me dio clase de literatura hispanoamericana en 1931. Al terminar la clase, nos paseábamos por los corredores del Colegio y a veces lo visitábamos en su casa de las Lomas de Chapultepec. He olvidado lo que me dijo acerca de Díaz Mirón y de Lugones, no los relatos de sus viajes y excursiones en Florencia y en Chichén Itzá, ante las cataratas del Iguazú y bajo la luna del Bósforo. A veces nos leía sus poemas con una voz de ultratumba que me sobrecogía. Fueron los primeros poemas modernos que oí. Subrayo que los oí como lo que eran realmente: poemas modernos. [4] 

          Después, pasaba a la cátedra de historia de Grecia y Roma con “Don Pedrito” Argüelles, poeta angustiado de Dios, peripatético decano de la Universidad y autor de los libros que se empleaban en clase; a la de Alejandro Gómez Arias —reciente héroe juvenil del vasconcelismo y de la autonomía en 1929— en literatura mexicana, o a la de Antonio Díaz Soto y Gama —el viejo amigo de su padre— para Historia de la Revolución. Samuel Ramos y José Gorostiza fueron también sus maestros ocasionales. “Gómez Arias explicaba a Neruda y a Borges y Octavio ya los había leído por su cuenta”, recordará su amigo José Alvarado, quien agrega que en los cursos de Soto y Gama, Paz pasaba al frente para defender a Zapata de los ataques de otro compañero, el carrancista Luis Islas García, quien diez años más tarde sería uno de los fundadores del Partido Acción Nacional (PAN). “Eran vehementes las expresiones de Paz y, más de una vez, con un acento de cólera, ante la injusticia rural”.[5] 


          Por los patios, bajo las escaleras, en salones y corredores, proliferaba otra forma de educación, menos formal y quizás más relevante: clubes y asociaciones estudiantiles dedicados a toda disciplina (o indisciplina) imaginable: clubes de oratoria, seminarios filosóficos, asociaciones deportivas, logias de activistas de izquierdas y derechas. La preparatoria era, más que una escuela, un modo de vida y un modelo a escala del México turbulento de la década naciente: el arte, las letras y el conocimiento en equilibrio con la solidaridad, la amistad, el debate. El periodo será consagrado en los afectos de Paz de manera vehemente: “esos años fueron el comienzo de algo que todavía no termina: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos historia”.[6]

 

El poeta bisoño 

Cuando Paz llega a San Ildefonso ya se siente llamado a ser poeta. Parafrasea versiones más o menos catastróficas de los poetas que ha descubierto de la mano de parientes o maestros, clásicos castellanos o modernistas hispanoamericanos. San Ildefonso le muestra que la literatura no se acaba, como en la biblioteca de su abuelo, a fines del XIX. En el palacio exjesuita, si bien ya considera hacer la carrera de Leyes, el caprichoso numen o el funesto hado lo orillan radicalmente hacia las letras. 


          Bajo la tutela de su amigo José Bosch, Paz ronda también los clubes políticos de la Preparatoria. Sus primeros libros subversivos le habrán encendido las manos y el alma. Lee a Bujarin (seguramente El ABC del comunismo) y a Plejánov. Con amigos menos radicales, como Rafael Vega Albela, lee a Spengler (La decadencia de Occidente) y a Freud. Lee cada mes la revista Contemporáneos, la argentina Sur, las españolas Cruz y Raya de José Bergamín y la Revista de Occidente de Ortega y Gasset. Paz se encuentra desde entonces particularmente deslumbrado por ese filósofo: “guió mis primeros pasos y le debo algunas de mis primeras alegrías intelectuales”.[7] La gaya ciencia o La rebelión de las masas se convierten en lecturas obligadas por la presión entusiasta de los compañeros mayores. Pensar le parece fascinante: una alegría que mucho le debe también a unas primerizas lecturas de Husserl, hacia las que lo conduce el libro de texto de Alexander Pfänder que lleva en clase de lógica. Las novelas, que Paz creía que ya no existían después de Zola, pasan de mano en mano: Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, es una de las favoritas, lo mismo que las de D. H. Lawrence, cuyo El amante de Lady Chatterley lee en alguna edición pirata “con entusiasmo o, más exactamente, con esa pasión ávida y encarnizada que sólo se tiene en la juventud”. Más tarde, poco a poco, llegarán Proust, Faulkner, Kafka y La montaña mágica, de Thomas Mann, con su reto implícito de elegir entre Naphta y Settembrini... Y como un deslumbramiento sobre las posibilidades de unir el culto de la acción a la reflexión, su guía en el fervor revolucionario: André Malraux. 


          El tesoro de las revistas literarias convocaba además la solidaridad de la lectura: en ellas, los muchachos encuentran opciones abundantes de escritura actual y la urgencia de emularlas en una publicación propia. Paz recuerda en una charla:

No siempre lograba comprender todo lo que aparecía en sus páginas. A mis amigos les ocurría lo mismo, aunque ni ellos ni yo lo confesábamos. Ante los textos de Valéry y Perse, Borges y Neruda, Cuesta y Villaurrutia, íbamos de la curiosidad al estupor, de la iluminación instantánea a la perplejidad. Aquellos misterios, lejos de desanimarme, me espoleaban. [8] 

          Los referentes de la semiinfancia se desploman con velocidad en San Ildefonso y los jóvenes optan por ingresar a la madurez por la puerta siempre abierta de la indignación social. La escuela se encontraba también ávida de actualización lo mismo en teorías pedagógicas (Dewey) que en nuevas visiones de las ciencias y las artes. Para algunos de esos estudiantes, desde luego más que para los maestros, esa actualidad está a su vez dictada por el revuelo político: las palabras “burguesía” y “proletariado” se pronuncian con gravedad; la palabra “revolución” es un talismán, no una palabra:

La política no era nuestra única pasión. Tanto o más nos atraían la literatura, las artes y la filosofía. Para mí y para unos pocos entre mis amigos, la poesía se convirtió, ya que no en una religión pública, en un culto esotérico oscilante entre las catacumbas y el sótano de los conspiradores [...] Avidez plural: la vida y los libros, la calle y la celda, los bares y la soledad entre la multitud de los cines. Descubríamos la ciudad, al sexo, al alcohol, a la amistad. Todos esos encuentros y descubrimientos se confundían inmediatamente con las imágenes y teorías que brotaban de nuestras desordenadas lecturas y conversaciones.[9] 


          Los límites entre leer y vivir son imprecisos a esa edad, y más en años febriles como ésos en que se vive la sensación de que el mundo está a punto de comenzar. A los jóvenes, en la primera fila del teatro político-literario, no les faltan motivos de ira sagrada en México y en el ancho mundo. En abril de 1932, en las páginas de El Nacional, se enteran de que el poeta francés Louis Aragon es condenado por “incitar a los militares a la desobediencia” en un poema, que decía:

Je chante la domination violente du prolétariat sur la bourgeoisie

          No era gran poesía, claro, pero sí viva poesía. Y su autor había sido sentenciado a cinco años de prisión ¡por escribir un poema! Es algo que a los jóvenes les habrá generado una sabrosa indignación, y a Paz un secreto asombro sobre el poder subversivo de la poesía. La idea de la dominación violenta del proletariado sobre la burguesía se canta en voz alta en algunos sectores estudiantiles de San Ildefonso. Están en armonía con el momento que vive la Revolución mexicana en 1930: si el gobierno del general Calles ha comenzado con toda evidencia a limitar las aspiraciones depositadas en la revolución, las escuelas medias y superiores, que además acarrean la inercia del movimiento de autonomía de 1929, apresuran sus posiciones críticas y libertarias. La Universidad Nacional, que incluye a la Preparatoria de San Ildefonso, todavía no ha caído en manos de la “reacción” y es un hervidero de teorías, impulsos, organizaciones y militancias de todo signo. La actualidad que exige la izquierda de San Ildefonso, sin embargo, no es la de una revolución ya interrumpida, sino la de una revolución más vasta, más irisada por el color fuerte del espectro.  


          Paz y sus camaradas del ala roja, lectores de Vallejo, Neruda y Alberti, tienen como adversarios a los del ala rosadita (lectores, si acaso, de Campoamor), organizados en una “Sociedad Literaria Renacimiento”, conservadora en lo político y católica de persuasión. La rivalidad entre los grupos es fuerte —más si se considera que aquello de lo que deseaban renacer era del “materialismo moderno” que engaña a las juventudes. En una ocasión, Pedro de Alba, el director de la preparatoria, presidía una ceremonia ante autoridades de la Secretaría de Educación. Para decorar la efeméride, había reclutado los modosos servicios culturales de la Sociedad Renacimiento. Rememora Paz:

Nadie sabía que ahí adentro estábamos escondidos los guerrilleros de la poesía. Y cuando empezó la sesión solemne, surgimos armados no de rifles, por fortuna, sino de pequeños aviones de papel en los cuales habíamos escrito poemas seudo-modernos y vanguardistas que lanzamos contra nuestros rivales. Aquello terminó en tumulto y bofetadas. ¡La Sociedad Literaria Renacimiento acabó en un verdadero reacabamiento![10] 


          No es difícil imaginar la euforia de esos días: los muchachos constituían la primera generación mexicana que vivía la historia del mundo como algo propio, como certidumbre y voluntad. Y en esos años, desde luego, la historia tiene como sinónimo al movimiento comunista internacional. Los sóviets o los republicanos españoles ponían en evidencia que el mundo estaba en construcción, y los jóvenes mexicanos se sienten parte de sus labores. No exageró Paz cuando dijo, muchos años más tarde que “mi generación fue la primera que, en México, vivió como propia la historia del mundo”.[11] 


          Paz ingresa como militante a un grupo que dirigía en San Ildefonso el combativo Roberto Atwood, la Unión Estudiantil Pro-Obrero y Campesino (UEPOC), creada en memoria —dice Paz— de tres víctimas vasconcelistas, “un estudiante, un obrero y un campesino, asesinados por el gobierno revolucionario”.[12] 


          Militaba con Atwood una brillante generación de jóvenes nacidos entre 1908 y 1912. Incorpora a José Bosch como secretario de organización y propaganda, y a Ramírez y Ramírez como secretario general. Liderea a jóvenes como Adolfo López Mateos, Salvador Toscano, Eli de Gortari, Frida Kahlo —apodada “La Cafiaspirina” (porque no afecta al corazón)–, José Revueltas, Andrés Iduarte, Juan de la Cabada, Octavio Novaro, Julio Prieto, Rubén Salazar Mallén y Ernesto P. Uruchurtu, entre otros. Recordará Paz, su generación era semillero de varios y encontrados destinos políticos: unos cuantos fueron a parar al partido oficial y desempeñaron altos puestos en la administración pública; otros pocos, casi todos católicos, influidos unos por Maurras, otros por Mussolini y otros más por Primo de Rivera, intentaron sin gran éxito crear partidos y falanges fascistas; la mayoría se inclinó hacia la izquierda y los más arrojados se afiliaron a la Juventud Comunista.[13] 


          Paz no tarda en sumarse a las tareas de la UEPOC. La Unión trabaja como asociación “cultural” en San Ildefonso, y organiza conferencias y debates al tiempo que recluta militantes en los barrios obreros. Las brigadas “toman” escuelas en las noches y realizan labor educativa y de propaganda. Mientras se hallan en poder de la UEPOC, las escuelas cambian su nombre por los de sus héroes tutelares (“Germán de Campo”, “Julio Antonio Mella”). Con la llegada de Bassols a la titularidad de la Secretaría de Educación, estas “tomas” se regularizan y la UEPOC se coordina oficialmente con la autoridad. En 1931, los muchachos imparten algo de números, español, higiene, historia y geografía y, desde luego, conciencia de clase, que rubrican con la hoz y el martillo que figuran en su papelería. Al terminar las clases, los uepoquistas se reúnen en juntas interminables, se tratan de “camaradas”, hablan de “revolución proletaria”, creen que se aproxima el estallido social y al terminar entonan solemnemente La Internacional. Una catarsis y un apostolado; una ansiedad de acción y la proclama de una fe; una abominación de su clase y un anhelo de trascendencia. Paz explica:

Lo que nos encendía era el prestigio mágico de la palabra revolución. Éramos neófitos de la moderna y confusa religión de la historia, con su culto a los héroes, su fe en el fin de los tiempos y en el comienzo de otros, los de la verdadera historia. Nuestro amor a la justicia era indistinguible de un profundo sentimiento de venganza en el que se mezclaban las fantasías y resentimientos íntimos de unos muchachos de la clase media mexicana con auténticas y obscuras, pero desnaturalizadas, aspiraciones religiosas. [14] 

          La UEPOC aportaba un ámbito adecuado para el joven Paz, que “quería ser un rebelde”[15] y más aún, un poeta rebelde. Vivir como tal podía complicarse en la práctica, por lo que el sucedáneo de la UEPOC le venía más que bien en ese momento en que pudo considerar legítimamente revolucionario impartir cursos de alfabetización a la clientela de la Unión: “artesanos, criadas, obreros sin trabajo, gente que acababa de llegar del campo”.[16] Gente, en suma, quizás menos interesada en hacerse de una ideología que de méritos para competir en el precario mercado de trabajo. Por lo pronto, los jóvenes pensaban que la UEPOC era “una base de operaciones” y que eso era mejor que nada. 


          No todo era escuela y activismo. Paz y sus cuates zarandean al hostelero chino, trabucan al velador de la escuela, toman opio, beben hasta el espasmo una bebida de su invención llamada calambre (granadina, aguardiente y agua de sifón); ejercen un dadaísmo amateur que consiste en pasear por el centro de la ciudad a una señora de ropa osada a la que tratan con ruidosa deferencia, y que tiene la peculiaridad de ser un maniquí. Su librería es la Porrúa en las calles de Argentina, donde compran revistas europeas; al salir, su cervecería es “El Paraíso”: un figón con suelo de aserrín y humor de meados (al entrar una noche, Paz se encuentra de golpe con la cara ya trastabillante de su padre y con las miradas pactan no delatarse ante sus respectivos amigos). Sus cafés son el “Alfonso” y el “América”, cada uno con su chino alharaquiento; su cine, el Venecia, el más estudiantil, por la Santa Veracruz, donde ven cinco días seguidos a ver El acorazado Potemkin. Después, si había recursos, acudían en grupo al Salón México, donde Paz disfrutaba fama de buen bailarín. Los domingos, con Salvador Toscano, viaja a Puebla y a Morelos a mirar construcciones coloniales. A veces, al salir en la tarde de San Ildefonso, recorre el itinerario de Cortés huyendo de su única derrota en Tenochtitlan. O bien recorre con amigos, entre confidencias y discusiones, el centro de la ciudad, las librerías de viejo de la avenida Hidalgo, la Alameda, el Panteón de San Fernando y Puente de Alvarado... Y los sábados, excursión al Ajusco o al Desierto de los Leones…. Y aún así

No todo era sublime... Tampoco sórdido. Entre uno y otro extremo se extendía el territorio impreciso e inmenso del aburrimiento. Enfermedad de los adolescentes: el aburrimiento abre con gesto distraído las puertas de la poesía o del libertinaje, las de la meditación solitaria o las de las diversiones crueles y estúpidas. [17]


NOTAS

[1] Recogido en Árbol adentro (12:120).

[2] “Rememoración”, ibid.

[3] “Todo poema es tiempo y arde”, entrevista de Joaquín Soler Serrano, Escritura a fondo, Barcelona, Planeta, 1986, p. 217.

[4] “Contemporáneos: primer encuentro” (4: 69).

[5] En “Nociones incompletas acerca de un joven poeta” en México en la Cultura, 15 de junio de 1971.

[6] Itinerario (9:18).

[7] Ibidem.

[8] “Conversaciones con Octavio Paz” (CCOP), carpeta II, p. 516 (inéditas).

[9] Itinerario (9:19).

[10] CCOP (carpeta II, p. 379).

[11] Itinerario (9:20).

[12] Notas a “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón” (11:528). El estudiante, supongo era Germán de Campo, ¿o sería Adrián Osorio? El campesino era el yucateco Rogerio Chalé, ¿y el obrero?

[13] “Notas” (11:528).

[14] “Seis vistas de la poesía mexicana” (4:104).

[15] CCOP (carpeta II, p. 331).

[16] En las “Notas” (11:528).

[17] La descripción de los paseos y las costumbres aparece en “Repaso en forma de preámbulo”…