Conversaciones y novedades

Memorias en (de) San Ildefonso

Octavio Paz

Tipología

Conversación

Temas

Los años en San Ildefonso

 

Murales de José Clemente Orozco en el antiguo Colegio de San Ildefonso

Recogemos algunas evocaciones que hace Paz de sus años en la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso. Están tomadas de sus escritos, entrevistas y correspondencia. Son evocaciones que naturalmente se confunden con las que corresponden a los años posteriores, los de la Escuela Nacional de Jurisprudencia (1932-1936), cuando el joven poeta merodea aún por el barrio universitario de la Ciudad de México. 


          Hemos puesto en negritas los nombres de escritores, libros y revistas que leía en esos años. Al final, hemos registrado la totalidad de lecturas que Paz narró haber realizado en esos años, o que son documentables en su obra de entonces, como referencias o epígrafes. Agrego notas al pie del documento sólo cuando son imprescindibles. (G.S.)


 

Helena: cuando estaba en la preparatoria (te decía hoy en la mañana) soñaba y vivía en un aire extraordinariamente luminoso y transparente. Todos los colores eran verdaderamente los colores, es decir, el matiz de las cosas, su forma, su manera. Cuando pensaba demasiado me entristecía y entonces huía bruscamente de mí y me refugiaba en la naturaleza, en una naturaleza ideal y dinámica, simple y juvenil. Una nube era una nube, pero también —en su simplicidad de nube— era una ingenua revelación de las fuerzas celestes, de la belleza múltiple y candorosa de la vida. Porque —ahora lo veo claro— lo que yo buscaba en la —en mi— naturaleza era la ingenuidad y el candor, la firme simplicidad de la desnudez primera. El agua azul, la ola saltante y obscura, el cielo cruzado de vientos, la vida libre y estallante. El mar se aparecía muy a menudo en mis ensueños y tenía un significado redentor. Pues la naturaleza que soñaba era una fuga de la realidad, pero asimismo era la posibilidad de salvación que se me ofrecía. Toda una adolescencia inquieta y torturada, ya por crisis religiosas, físicas, sentimentales, toda una adolescencia en tránsito y lucha —todo enmedio del aire gris de la rutina, de la incomprensión— sólo encontraba como momentáneo refugio de pureza la simplicidad amorosa del paisaje. Todo, Helena mía, se derrumbaba, se despedazaba el mundo, mi mundo, y yo quedaba herido entre sus ruinas. Después, el divino sueño juvenil se acabó: murió cuando terminó aquella lucha… 

Carta a Helena Garro, México, septiembre 11 de 1935.

   

En 1929 comenzó un México que ahora se acaba. La Revolución se había transformado en institución. Al año siguiente ingresé a la Escuela Nacional Preparatoria. Era espaciosa y sus columnas, arcos y corredores, tenían nobleza. Otra atracción de San Ildefonso: las pinturas murales de Orozco, Rivera, Siqueiros, Jean Charlot y otros. El primer mural que pintó Rivera estaba en mi escuela. 

“Tiempos, lugares, encuentros”, entrevista. (15:328)


    

  La Creación, mural de Diego Rivera, 1922.

 

Ingresé en el Colegio de San Ildefonso, antiguo seminario jesuita convertido por los gobiernos republicanos en Escuela Nacional Preparatoria, puerta de entrada a la facultad. Allí encontré a José Bosch, uno de mis compañeros en las agitaciones del movimiento estudiantil del año anterior. Era catalán y un poco mayor que yo. A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarios (su padre había militado en la Federación Anarquista Ibérica). Pronto encontramos amigos con inquietudes semejantes a las nuestras. En San Ildefonso no cambié de piel ni de alma: esos años fueron no un cambio sino el comienzo de algo que todavía no termina, una búsqueda circular y que ha sido un perpetuo recomienzo: encontrar la razón de esas continuas agitaciones que llamamos historia. Años de iniciación y de aprendizaje, primeros pasos en el mundo, primeros extravíos, tentativas por entrar en mí y hablar con ese desconocido que soy y seré siempre para mí.

“Primeros pasos” (9:18)

 

Al año siguiente pasamos a la Escuela Nacional Preparatoria (San Ildefonso). Bosch no pudo ingresar porque la campaña política le hizo perder los cursos. Pero no nos dejó: se instaló en un cuartito que el director de la escuela —[Pedro de Alba] antiguo amigo y compañero de López Velarde— nos había cedido para que sirviese como local a una agrupación fundada por un amigo nuestro de origen inglés [Roberto Atwood]. La sociedad se llamaba Unión de Estudiantes Pro-Obreros y Campesinos. Había sido creada en memoria de tres víctimas del vasconcelismo —un estudiante, un obrero y un campesino— asesinados el año anterior por el gobierno "revolucionario". La UEPOC estableció por toda la ciudad escuelas nocturnas para trabajadores. Nosotros éramos los profesores y con frecuencia nuestras clases se transformaban en reuniones políticas. Trabajos perdidos: ¿cómo encender el ánimo poco belicoso de nuestros alumnos, la mayoría compuesta por artesanos, criadas, obreros sin trabajo y gente que acababa de llegar del campo para conseguir empleo? Nuestros oyentes no buscaban una doctrina para cambiar al mundo sino unos pocos conocimientos que les abriesen las puertas de la ciudad. 

“Notas a ‘Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón’” (11:527)

   

Nadie sabía que ahí adentro estábamos escondidos los guerrilleros de la poesía. Y cuando empezó la sesión solemne, surgimos armados no de rifles, por fortuna, sino de pequeños aviones de papel en los cuales habíamos escrito poemas seudo-modernos y vanguardistas que lanzamos contra nuestros rivales. Aquello terminó en tumulto y bofetadas. ¡La Sociedad Literaria Renacimiento acabó en un verdadero reacabamiento! 

“Conversaciones con Octavio Paz” (carpeta II, p. 379) inédito.

   

Mi relación con el arte moderno de México fue íntima y diaria. Todos los días, mientras estudié en San Ildefonso, veía los murales de Orozco. Al principio con extrañeza e incredulidad, después con más y más comprensión y entusiasmo. […]


          Mis vagabundeos me llevaron a recorrer no sólo el México del Palacio Nacional, la catedral, Santo Domingo y sus alrededores sino otros barrios alejados del centro y de la zona del sur, que hasta entonces había sido mi patria chica: Tacubaya, Mixcoac, San Ángel, Tizapán, Coyoacán, Tlalpan. A veces me aventuraba por el norte, que en aquellos años terminaba pronto en la desolación de salitre y arenales que había dejado la desecación de los lagos. Uno de mis paseos favoritos rehacía el itinerario de los derrotados españoles en su huida durante la Noche Triste. Al anochecer, con algún amigo, dejaba San Ildefonso y discurría por la calle de Tacuba, llena de ecos y presencias del antiguo México, el precortesiano y el de Nueva España. 

“Repaso en forma de preámbulo” a Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal (6: pp. 24-32)

 

Nuestra generación era violenta como los tiempos; desde la adolescencia los extremos se disputaban nuestras almas y nuestras voluntades. Casi todos nos habíamos inclinado hacia el marxismo; mejor dicho: hacia los partidos revolucionarios. Sería un error creer que el pensamiento marxista inspiraba nuestras actitudes. Lo que nos encendía era el prestigio mágico de la palabra revolución. Éramos neófitos de la moderna y confusa religión de la historia, con su culto a los héroes, su fe en el fin de los tiempos y en el comienzo de otros, los de la verdadera historia. Nuestro amor a la justicia era indistinguible de un profundo sentimiento de venganza en el que se mezclaban las fantasías y resentimientos íntimos de unos muchachos de la clase media mexicana con auténticas y obscuras, pero desnaturalizadas, aspiraciones religiosas. Hablábamos con frecuencia de "la solidaridad proletaria internacional" pero ¿los trabajadores eran internacionalistas? ¿Qué sabíamos de la clase obrera? Nunca vi en nuestras reuniones a un verdadero proletario. Nuestra pasión era una parodia de la verdadera religión. La ideología que habíamos abrazado con entusiasmo nos ofrecía un mediocre sucedáneo de la antigua trascendencia. 

“Antevíspera: Taller(4:104)

 

La historia nos rodeaba con terrible violencia. Crecimos con la idea de que vivíamos una crisis general y mortal de la civilización, un fin del mundo. Habíamos leído y seguíamos leyendo —en inextricable y apresurada confusión quizá no del todo infecunda— a los profetas de los cuatro puntos cardinales: Nietzsche y Trotski, Spengler y Berdiaev, Freud y Heidegger, Valéry y Ortega y Gasset. Las adhesiones de Gide y de Malraux al comunismo nos exaltaron. Nuestra generación era violenta como los tiempos; desde la adolescencia los extremos se disputaban nuestras almas y nuestras voluntades. Casi todos nos habíamos inclinado hacia el marxismo; mejor dicho: hacia los partidos revolucionarios. La mayoría siguió a la III Internacional y a Stalin; otros sentimos simpatías por el POUM y los trotskistas, aunque pronto, ante Hitler y por la política del Frente Popular, fuimos «recuperados», como se decía entonces.


          Sería un error creer que el pensamiento marxista inspiraba nuestras actitudes. Lo que nos encendía era el prestigio mágico de la palabra revolución. Éramos neófitos de la moderna y confusa religión de la historia, con su culto a los héroes, su fe en el fin de estos tiempos y en el comienzo de otros, los de la verdadera historia. Veíamos los sucesos de cada día —fútiles, atroces, risibles o indiferentes— no como el resultado de mil causas indeterminadas y casi siempre indeterminables sino como un episodio de la historia del fin de este mundo y del comienzo del otro. La historia como teatro sagrado. Nuestro amor a la justicia era indistinguible de un profundo sentimiento de venganza, en el que se mezclaban las fantasías y resentimientos íntimos de unos muchachos de la clase media mexicana con auténticas y obscuras, pero desnaturalizadas, aspiraciones religiosas. En nuestra visión el presente revolucionario transfiguraba y redimía a los siglos de humillaciones y horrores de la historia humana. El futuro poseía una realidad transnatural que englobaba a todos los tiempos; era la revolución: el mañana próximo, el ahora mismo y la restauración del tiempo del comienzo, el tiempo de la igualdad, la inocencia y la libertad. 

“Seis vistas de la poesía mexicana” (4:104)

    

Anuncio del P.O.U.M

 

La juventud es un periodo de soledad pero, asimismo, de amistades fervientes. A uno de mis amigos se le ocurrió organizar una Unión de Estudiantes Pro-Obrero y Campesino, dedicada a la educación popular; también nos sirvió para difundir nuestras vagas ideas revolucionarias. Nos reuníamos en un cuarto minúsculo del colegio que no tardó en transformarse en centro de discusiones y debates. Fue el semillero de varios y encontrados destinos políticos: unos cuantos fueron a parar al partido oficial y desempeñaron altos puestos en la administración pública; otros pocos, casi todos católicos, influidos unos por Maurras, otros por Mussolini y otros más por Primo de Rivera, intentaron sin gran éxito crear partidos y falanges fascistas; la mayoría se inclinó hacia la izquierda y los más arrojados se afiliaron a la Juventud Comunista. 

“Primeros pasos” (9.18)

 

A mediados de 1930 la Escuela Nacional Preparatoria recibió la visita de una delegación de estudiantes de la Universidad de Oklahoma. Medio centenar de muchachas y muchachos norteamericanos. Las autoridades universitarias organizaron una ceremonia en su honor, en el paraninfo de San Ildefonso. Muy temprano ocupamos los asientos de ese salón, en cuyos muros Diego Rivera pintó sus primeras obras, que nosotros comparábamos con las de Giotto pero que son en realidad imitaciones de Puvis de Chavannes. El programa comprendía varios números de bailes folklóricos a cargo de las muchachas y muchachos de la Escuela de Danza, recitación de poemas de Díaz Mirón y López Velarde, canciones de [Manuel M.] Ponce y un discurso. El encargado de pronunciarlo, en español y en inglés, era un estudiante bilingüe más o menos al servicio del gobierno y que después hizo carrera como «intelectual progresista».


          Aplaudimos los cantos, los bailes y los poemas pero, ante el asombro de nuestros visitantes, interrumpimos al orador a poco de comenzar. No nos habíamos puesto de acuerdo; nuestra cólera era espontánea y no obedecía a ninguna táctica ni consigna. La gritería creció y creció. [José] Bosch, encaramado en una silla, se agitaba y pronunciaba un discurso que nadie oía. Al fin, en un momento de silencio, uno de nosotros, que también hablaba inglés, pudo hablar y explicar a los norteamericanos la razón del escándalo: los habían engañado, México vivía bajo una dictadura que se decía revolucionaria y democrática pero que había hipotecado y ensangrentado al país. Más allá de su programa —o mejor dicho: de su ausencia de programa—, el vasconcelismo fue sano porque llamaba a las cosas por su nombre: los crímenes eran crímenes y los robos, robos. Después vino la era de las ideologías; los criminales y los tiranos se evaporaron, convertidos en conceptos: estructuras, superestructuras y otras entelequias.) El discurso de nuestro amigo calmó un poco los ánimos. Un poco más tarde la reunión se disolvió y la gente empezó a salir.


          En la calle, confundidos entre la multitud para no despertar sospechas, nos esperaban muchos agentes secretos que seguían a los que suponían ser los cabecillas y discretamente los aprehendían. Así nos pescaron a una veintena. Nos llevaron de nuevo a las celdas de la Inspección de Policía pero a las veinticuatro horas, gracias a una gestión del rector de la universidad, nos soltaron a todos... menos a Bosch. No era estudiante universitario ni era mexicano. Unos días después, sin que pudiésemos siquiera verlo, con fundamento en ci infame artículo 33 de la Constitución de México, que da poder al gobierno para expulsar sin juicio a los extranjeros, Bosch fue conducido al puerto de Veracruz y embarcado en un vapor español que regresaba a Europa. 

“Nota” a “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón” (11:526)


   

San Ildefonso: lecturas 

Entre el temblor de las ramas y el rumor de las sílabas, alguien me mira —el que fui antes, hace mucho, el muchacho aquel que repetía embelesado por los patios de la Escuela Nacional Preparatoria la frase recién leída: gris es la teoría, verde el árbol...[1] 

“El árbol de la vida” (2:413)

   

En 1930 ingresé en la Escuela Nacional Preparatoria, en donde se cursaban, en aquella época, los dos últimos años de bachillerato. Muy pronto, con mis amigos de entonces, casi todos aprendices como yo, comencé a leer a los nuevos poetas de España y de América. En unos pocos meses saltamos de los modernistas hispanoamericanos —Lugones, Herrera y Reissig, López Velarde— a la poesía moderna propiamente dicha: Huidobro y Guillén, Borges y Pellicer, Vallejo y García Lorca. Los poetas españoles me deslumbraron. Recuerdo mi sorpresa al leer Manual de espumas de Gerardo Diego, una sorpresa que la lectura de la Fábula de Equis y Zeda, un poco después, hizo más intensa y lúcida. Es difícil describir el estado de espíritu, a un tiempo exaltado y perplejo, con que leí Cántico, Romancero gitano, Seguro azar, Cal y canto, La destrucción o el amor...

“Rafael Alberti, visto y entrevisto” (3:374)

   

Tendría unos dieciséis años cuando leí las dos primeras series de los Episodios nacionales, en donde quizá se encuentran algunas de las mejores páginas de Pérez Galdós. Era una edición en octavo, de tapas doradas e ilustrada por varios artistas de la época; los diez volúmenes habían sido impresos, entre 1881 y 1885, en Madrid, por La Guirnalda. Aquella historia novelada y novelesca de la España moderna me pareció que era también la mía y la de mi país. Al llegar a la segunda serie me cautivó inmediatamente la figura de Salvador Monsalud. Fue mi héroe, mi prototipo. Mi identificación con el joven liberal me llevó a enfrentarme con su medio hermano y adversario, el terrible Carlos Garrote, guerrillero carlista. 

“La tradición liberal” (3:303)

 

  Episodios nacionales, por Benito Pérez Gaoldós, Madrid, 1883.

 

Hacia 1931, en el bachillerato, con asombro y confusión, descubrí a los poetas modernos de América y España. También entonces empecé a leer con algún provecho a nuestros clásicos. Los poemas de este período fueron el comienzo de mi lento y sinuoso aprendizaje. 

“Preliminar” a Miscelánea I. Primeros escritos (13:17-18)

   

Una de mis grandes alegrías estéticas fue, al mismo tiempo que descubría a los poetas de la generación del 27, fue descubrir los poemas arábigo-andaluces de Emilio García Gómez, un libro que me tocó mucho, que me influyó. […] Yo descubrí la poesía moderna en los poetas españoles de la generación del 27, primero que nada en Jorge Guillén, en García Lorca, en Alberti. 

A fondo” (min. 43)

   

Mi descubrimiento de la poesía moderna de nuestra lengua comenzó cuando yo tenía unos dieciséis o diecisiete años. […] Naturalmente la gran revelación de ese primer periodo de mi vida literaria fue la poesía de Pablo Neruda. Su primer gran libro —un libro que marcó a los que llegamos después— se llama Residencia en la tierra. 

“Tiempos, lugares, encuentros”, entrevista (15: 239)

   

La poesía moderna de nuestra lengua nos unió en un culto y nos dividió en pequeñas cofradías. Unos juraban por Huidobro y otros por Neruda, unos por García Lorca y otros por Alberti. Yo pertenecía a la secta de Alberti y recitaba sin cesar poemas de El alba del alhelí y de Cal y canto.

“Rafael Alberti, visto y entrevisto” (3:374)

   

Tres textos me marcaron en esos años. El primero fue el poema de Eliot The Waste Land, que leí en 1931. Tenía diecisiete años y el poema me deslumbró, a pesar de que no pude entender gran cosa. Desde entonces lo he leído muchas veces y tras cada lectura siento que es uno de los poemas capitales de este siglo. El segundo fue Anabase de Saint-John Perse. Si el poema de Eliot fue un descenso por los corredores y espejos de la conciencia moderna, el de Perse me abrió el gran espacio de la acción, en la que la historia se transforma en fábula. El tercero fue el libro de Breton [L’amour fou]. Me conquistó su exaltación del amor libre, la poesía y la rebelión. Y, por supuesto, el lenguaje en que está escrito ese libro. 

“Tiempos, lugares, encuentros”, entrevista. (15:333)

   

Cuando yo era joven mis ídolos eran poetas, no novelistas (a pesar de que admiraba a Proust y a Lawrence). Eliot era uno de mis ídolos, y otros eran Valéry y Apollinaire. 

“Tiempos, lugares, encuentros”, entrevista (15:352)

   

En mi adolescencia el diálogo entre revelación y revolución se había transformado en combate. El significado de los dos términos sufrió un desplazamiento: revolución designaba sobre todo a las convulsiones y esperanzas de la historia que vivíamos; revelación a la conversación secreta y privada del poeta con el lenguaje o consigo mismo. ¿Arte revolucionario o arte puro? Entre los poetas que leíamos con pasión en aquellos días estaban Paul Valéry y Juan Ramón Jiménez. Aunque sus ideas acerca de la “poesía pura” eran distintas y aun opuestas, ambas condenaban a la poesía ideológica y el arte de tesis. Pero hacia 1930 nos enteramos de que varios artistas más jóvenes y de talento habían abrazado con entusiasmo la poesía revolucionaria. Esta tendencia todavía no se llamaba “realismo socialista” ni tampoco “literatura comprometida”. Nos impresionó mucho la actitud de Auden, Spender y otros ingleses. Algunos intentaban superar la oposición entre revelación y revolución; André Breton, por ejemplo, afirmaba que, por sí misma, la revelación poética era revolucionaria. Todas estas ideas y posiciones nos llegaban de una manera confusa y fragmentaria. En 1931 yo estudiaba el segundo año del bachillerato y, con otros tres amigos, editaba una pequeña revista (Barandal). Allí publiqué mi primera opinión sobre estos temas. Confieso que no sabía con claridad lo que realmente quería y pensaba. Por una parte, admiraba a los poetas de la generación anterior —el grupo de la revista Contemporáneos--, defensores de la poesía pura; por otra, sentía nostalgia por el arte de las grandes épocas que identificaba, por influencia de mis lecturas alemanas, con un arte y una poesía integradas en la sociedad: la polis clásica o la Iglesia de la alta Edad Media. Creía, además, que en América brotaría una nueva cultura. El aire que respirábamos estaba lleno de mesianismos. 

Prólogo a “La casa de la presencia” (1:21)

   

La política no era nuestra única pasión. Tanto o más nos atraían la literatura, las artes y la filosofía. Para mí y para unos pocos entre mis amigos, la poesía se convirtió, ya que no en una religión pública, en un culto esotérico oscilante entre las catacumbas y el sótano de los conspiradores. Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión. Esta creencia me uniría más tarde a los surrealistas. Avidez plural: la vida y los libros, la calle y la celda, los bares y la soledad entre la multitud de los cines. Descubríamos a la ciudad, al sexo, al alcohol, a la amistad. Todos esos encuentros y descubrimientos se confundían inmediatamente con las imágenes y las teorías que brotaban de nuestras desordenadas lecturas y conversaciones. La mujer era una idea fija pero una idea que cambiaba continuamente de rostro y de identidad: a veces se llamaba Olivia y otras Constanza, aparecía al doblar una esquina o surgía de las páginas de una novela de Lawrence, era la Poesía, la Revolución o la vecina de asiento en un tranvía. Leíamos los catecismos marxistas de Bujarin y Plejánov para, al día siguiente, hundirnos en la lectura de las páginas eléctricas de La gaya ciencia o en la prosa elefantina de La decadencia de Occidente. La influencia de la filosofía alemana era tal en nuestra universidad que en el curso de lógica nuestro texto de base era el de Alexander Pfänder, un discípulo de Husserl. Al lado de la fenomenología, el psicoanálisis. En esos años comenzaron a traducirse las obras de Freud y las pocas librerías de la ciudad de México se vieron de pronto inundadas con el habitual diluvio de obras de divulgación. Un diluvio en el que muchos se ahogaron. […]


          Nuestra gran proveedora de teorías y nombres era la Revista de Occidente. Otras revistas fueron miradores para explorar los vastos y confusos territorios, siempre en movimiento, de la literatura y el arte: Sur, Contemporáneos, Cruz y Raya. Leíamos con una mezcla de admiración y desconcierto a T. S. Eliot y a Saint-John Perse, a Kafka y a Faulkner. Pero ninguna de esas admiraciones empañaba nuestra fe en la Revolución de Octubre. Por esto, probablemente, uno de los autores que mayor fascinación ejerció sobre nosotros fue André Malraux, en cuyas novelas veíamos unida la modernidad estética al radicalismo político. Un sentimiento semejante nos inspiró La montaña mágica, la novela de Thomas Mann; muchas de nuestras discusiones eran ingenuas parodias de los diálogos entre el liberal idealista Settembrini y Naphta, el jesuita comunista. 

“Primeros pasos”, prólogo a Itinerario (9:18-20)

   

Dostoyevski es (o fue) un autor preferido por los jóvenes: todavía recuerdo las conversaciones interminables que sostenía, al finalizar el bachillerato, con algunos compañeros de clase, en caminatas que comenzaban al anochecer en San Ildefonso y terminaban, pasada la medianoche, en Santa María o en la Avenida de los Insurgentes, en busca del último tranvía. Iván y Dimitri Karamazov peleaban en cada uno de nosotros. 

“El diablo y el ideólogo: Dostoievski”, (2:386)

   

En 1930 yo tenía 17 años y era un fervoroso lector de poesía. En esos años un grupo de escritores mexicanos editaba una revista literaria, Contemporáneos. En el número correspondiente al mes de agosto de 1930 apareció un extenso y extraño poema que yo leí con asombro, desconcierto y fascinación: The Waste Land. Lo precedía un inteligente prólogo del traductor, un joven poeta mexicano que murió pocos años más tarde: Enrique Munguía. Nunca lo conocí y hoy repito su nombre con gratitud y con pena. No es difícil imaginar el azoro que me produjo esta primera lectura; azoro pero también curiosidad, seducción. Leí el poema una y otra vez. 

“T.S. Eliot: mínima evocación” (2:290)

   

Tendría unos diecisiete años cuando tuve por primera vez noticias de Luis Buñuel. Era estudiante de la Escuela Nacional Preparatoria y acababa de descubrir, en las vitrinas de las librerías Porrúa y Robredo, vecinas de San Ildefonso, los libros y revistas de la nueva literatura. En una de esas publicaciones –La Gaceta Literaria, que publicaba Ernesto Giménez Caballero en Madrid— leí un artículo sobre Buñuel y Dalí, ilustrado con textos de ambos, reproducciones de pinturas de Dalí y fotos de sus dos películas: Un perro andaluz y La edad de oro. Las fotografías me conturbaron más profundamente que los cuadros del pintor catalán: en las imágenes cinematográficas la mezcla de realidad cotidiana y delirio era más eficaz y detonante que en el ilusionismo manierista de Dalí. 

“Luis Buñuel” (3:230)

   

Desde muy joven sentí la presencia de las dos evidencias, la erótico-amorosa y la poético-religiosa: la atracción por la Otra y la atracción por lo Otro. Cuando era muchacho leí mucho a San Juan de la Cruz y me sentí poderosamente atraído por los misterios de la religión católica, sobre todo por la eucaristía y la comunión. Al mismo tiempo, me sentía lejos de la Iglesia y de la religión oficial. En la misma época leí a Novalis y, entre los autores modernos, a D. H. Lawrence. Estas lecturas me impresionaron mucho y me marcaron. En el amor el misterio central es la comunión: un contacto físico momentáneo nos abre las puertas de otra realidad inconmensurable e indecible. 

“Poesía de circunstancias”, entrevista (15:524)


     

Los maestros 

Mi padre decía que él había descubierto al verdadero México al convivir, durante la Revolución, con los campesinos de Morelos, Guerrero y Puebla. Muchos antiguos zapatistas visitaban mi casa. Entre ellos, Antonio Díaz Soto y Gama, una figura quijotesca a la que quise y admiré mucho. Después fui alumno suyo en la cátedra de Historia de la Revolución Mexicana, que impartía en San Ildefonso. 

“Reflexiones sobre el presente (8:366)

   

Escucho los pasos a lo largo del salón de clase de mi profesor de historia, Don Pedro Argüelles. 

[Una dedicatoria de 1997. Archivo ZP]


Salón de actos del Colegio de San Ildefonso, ca. 1910. Fotografía de Agustín Casasola.

 

Al primero que traté [del grupo Contemporáneos] fue a Carlos Pellicer, que me dio clase de literatura hispanoamericana en 1931. A él le debo haber leído con devoción a Leopoldo Lugones y a otros poetas sudamericanos. Al terminar la clase, nos paseábamos por los corredores del Colegio y a veces lo visitábamos en su casa de las Lomas de Chapultepec. 

“Contemporáneos. Primer encuentro” (4:69)

   

En esos años descubrí a los poetas españoles de la Generación del 27: García Lorca, Alberti, Guillén, Cernuda. También leí a Antonio Machado y a Juan Ramón Jiménez. Este último era el patriarca de la poesía, el gran maestro. Apareció la revista Sur y comencé a leer a Borges y a otros. 

“Tiempos, lugares, encuentros” (15:329)

   

Era estudiante de bachillerato y una de mis lecturas favoritas era la revista Contemporáneos. Tenía dieciséis o diecisiete años y no siempre lograba comprender todo lo que aparecía en sus páginas. A mis amigos les ocurría lo mismo, aunque ni ellos ni yo lo confesábamos. Ante los textos de Valéry y Perse, Borges y Neruda, Cuesta y Villaurrutia, íbamos de la curiosidad al estupor, de la iluminación instantánea a la perplejidad. Aquellos misterios —muchas veces, hoy lo veo, baladíes—, lejos de desanimarme, me espoleaban. Una tarde, hojeando el número 33 (febrero de 1931), después de una traducción de “Los hombres huecos” de Eliot, descubrí unas reproducciones de tres fotos de Manuel Alvarez Bravo. Temas y objetos cotidianos: unas hojas, la cicatriz de un tronco, los pliegues de una cortina. Sentí una turbación extraña, seguida de esa alegría que acompaña a la comprensión, por más incompleta que ésta sea. 

“Instante y revelación: Manuel Álvarez Bravo” (7:315)

   

—¿Cuándo comenzó a leer a Eliot?

—Mi primer encuentro fue en La Gaceta Literaria, una revista que publicaba en Madrid Ernesto Giménez Caballero al comenzar la década de los treinta y en donde aparecieron tres poemas de Eliot traducidos en prosa por Juan Ramón Jiménez. Pero la revelación fue leer The Waste Land en Contemporáneos, en 1930, cuando era estudiante de la Preparatoria y comenzaba a escribir.

“Conversación con Octavio Paz” (15:513)

   

En el bachillerato estudié, sin pena ni gloria, literatura española, hispanoamericana y mexicana. Entre mis maestros recuerdo con gratitud al poeta Carlos Pellicer. He olvidado lo que me dijo acerca de Díaz Mirón y de Lugones, no los relatos de sus viajes y excursiones en Florencia y en Chichén-Itzá, ante las cataratas del Iguazú y bajo la luna del Bósforo. A veces nos leía sus poemas con una voz de ultratumba que me sobrecogía. Fueron los primeros poemas modernos que oí. Subrayo que los oí como lo que eran realmente: poemas modernos, a pesar de la manera anticuada con que su autor los recitaba. Gracias a él, conocí a otros poetas de su generación, como Villaurrutia, Cuesta, Novo y, más tarde, a José Gorostiza. Ellos me abrieron los ojos y me descubrieron la poesía moderna. La biblioteca de mi abuelo terminaba a principios del siglo veinte, de modo que hasta mi ingreso en la Nacional Preparatoria me enteré de que se habían publicado libros después de 1910. Proust fue una revelación para mí. Yo creía que, después de Zola, no se habían escrito novelas. 

“Tránsito y permanencia” (4:17)


     

La escritura; las revistas 

Al llegar a la adolescencia, la fascinación ante el lenguaje se convirtió en tentación: quise escribir poemas en los que cada palabra y cada sílaba tuviesen un color y una resonancia capaces de recrear estados anímicos —emociones, sentimientos, sensaciones, ensoñaciones— que de otra manera eran inexpresables. Escribir poesía fue un rito secreto, ejercido a espaldas de los adultos o en su contra. Ingenua temeridad: mis versos no eran sino líneas inánimes y era desoladora la distancia entre ellas y la emoción que experimentaba al escribirlas. El rito, colindante con el sacramento y la blasfemia (la poesía me parecía una actividad fuera de la ley) se resolvía invariablemente en lugares comunes. Naturalmente yo apenas si me daba cuenta de esos repetidos fracasos. […]


          Fui un lector desordenado y ávido; devoraba novelas y libros de historia; en cambio, leía lentamente los libros de poesía, releyendo los poemas que me impresionaban: quería aprender. Mis lecturas me revelaron que ignoraba los rudimentos del arte poético. Para remediar esta falla quizá debería haber acudido a mis maestros de literatura, ya que para entonces cursaba los primeros años del bachillerato. […]


          Más tarde escribí otros cuentos, con mayores pretensiones literarias y con temas urbanos que me parecían insólitos, como las confidencias de una esquina a un farol. También pequeños textos: algunos eran monólogos líricos y otros descaradamente sexuales. No fueron muchos y todos se han perdido. Ninguno de ellos valía gran cosa pero revelaban cierta afición por las ficciones literarias. 

“Preliminar” a Miscelánea I. Primeros escritos (13:17-18)

   

Muy joven comencé a colaborar en revistas literarias. Varias de ellas fueron fundadas por mí y otros pocos amigos. La primera fue Barandal; apareció en 1931 y yo tenía diecisiete años; ahí publiqué mi primer artículo sobre temas poéticos. 

“El llamado y el aprendizaje” (13:19)

   

Por esos años un grupo de jóvenes aprendices y poseídos por ideas radicales publicamos dos revistas, Barandal y Cuadernos del Valle de México. En 1931 apareció Barandal. La hacíamos cuatro amigos: Rafael López Malo, Salvador Toscano, Arnulfo Martínez Lavalle y yo. Duró siete números. En ella también colaboraron José Alvarado, Enrique Ramírez y Ramírez, Raúl Vega Córdoba, Manuel Rivera Silva y otros muchachos de nuestra edad o un poco mayores que nosotros, como Manuel Moreno Sánchez. No asistíamos a los mismos cursos, pero, gracias a Rafael Solana y a Carmen Toscano, conocí a Efraín Huerta. Fuimos amigos y nunca dejamos de serlo. Se nos ocurrió publicar, en cada número, como un suplemento aparte, poemas y textos de escritores que admirábamos: Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo. Los invitamos y todos ellos aceptaron. 

“Contemporáneos. Primer encuentro” (4: pp. 69-70, fragmentos)

   

En 1933 un entusiasta y generoso poeta-editor, Miguel N. Lira, que publicaba una colección de poesía, Fábula, imprimió en un folleto siete breves poemas míos: Luna silvestre. La edición fue de 30 ejemplares. Una confesión: veo a mis primeras tentativas con una sonrisa a un tiempo indulgente y resignada pero, en el caso de Luna silvestre, la sonrisa se cambia en gesto de impaciencia y reprobación. Hay pecados que no tienen remisión y Luna silvestre es uno de ellos. 

“Preliminar” a “Primera instancia. Poesía (1930-1943)” (13:17-18)

   

En 1933 publiqué Luna silvestre, un pequeño folleto de juventud. Escribía poemas que tenían que ver con una adolescencia dramática, desdichada. Pienso en "Nocturno", ''Otoño" e "Insomnio", escritos en momentos difíciles por un joven de 19 años. Pronto descubrí que la defensa de la poesía era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales. Yo no encontraba oposición entre la poesía y la revolución: las dos eran facetas del mismo movimiento, dos alas de la misma pasión. 

“Genealogía de un libro: Libertad bajo palabra(15:106/112)


 

  Luna silvestre, por Octavio Paz, México, 1933 


En 1933 un entusiasta y generoso poeta-editor, Miguel N. Lira, que publicaba una colección de poesía, Fábula, imprimió en un folleto siete breves poemas míos: Luna silvestre. La edición fue de 30 ejemplares. Una confesión: veo a mis primeras tentativas con una sonrisa a un tiempo indulgente y resignada pero, en el caso de Luna silvestre, la sonrisa se cambia en gesto de impaciencia y reprobación. Hay pecados que no tienen remisión y Luna silvestre es uno de ellos. 

“Primera instancia” (13:28)


     

Lecturas en tiempos de San Ildefonso

En diversos artículos y entrevistas, al referirse a los años de San Ildefonso, Paz menciona a estos escritores y revistas:


Revistas

Contemporáneos (México)

Cruz y Raya (Madrid)

Examen (México)

La Gaceta Literaria (Madrid)

Revista de Occidente (Madrid)

Sur (Buenos Aires)

   

Poesía

Rafael Alberti

W.H. Auden

Vicente Aleixandre

Guillaume Apollinaire

Jorge Luis Borges

Jean Cocteau

Jorge Cuesta

Gerardo Diego

T.S. Eliot

Federico García Lorca

Johann Wolfgang von Goethe

Jorge Guillén

Heinrich Heine

Julio Herrera y Reissig

Vicente Huidobro

Ramón López Velarde

Leopoldo Lugones

Pablo Neruda

Carlos Pellicer

Saint-John Perse

Edgar Allan Poe

San Juan de la Cruz

Paul Valéry

César Vallejo

Xavier Villaurrutia

Poesía arábigo-andaluza en la edición de Emilio García Gómez

   

Narrativa

Miguel de Cervantes

Fyodor Dostoyevski

William Faulkner

Franz Kafka

D.H. Lawrence

Thomas Mann

Benito Pérez Galdós

Marcel Proust

   

Ensayo

Henri Bergson

Nikolai Bujarin

Waldo Frank

Sigmund Freud

Edmund Husserl

Ernst Glaeser

Paul Ludwig Landsberg

Friedrich Nietzsche

José Ortega y Gasset

Alexander Pfänder

Platón

Plotino

Georgui Pléjanov

Pierre Drieu La Rochelle

Max Scheler

Edward Spengler

Albert Thibaudet



NOTAS

[1] “Gris es la teoría, verde el árbol de la vida”, dice Mefistófeles en el primer Fausto. A la frase de Goethe le agregarían fama Kant y Lenin, entre otros.